Yarvi no tardó
en desear haberse quedado en el sótano del tratante de carne.
—Halad.
Las botas de
Trigg marcaban un ritmo inmisericorde al ir y volver por la cubierta, con el
látigo enrollado en sus puños carnosos y su mirada recorriendo los bancos en
busca de un esclavo que necesitara un poco de ánimo en la espalda. Su voz
retumbaba con despiadada regularidad.
—Halad.
Yarvi no se
sorprendió de que su mano contrahecha fuese incluso peor para agarrar la
empuñadura de un gran remo que la manija de un escudo. Pero comparado con
Trigg, el maestro Hunnan había sido una afable niñera en el recuerdo de Yarvi.
El látigo era su primera respuesta a cualquier problema, pero cuando aplicarlo
no hizo brotar más dedos, ató la torcida muñeca izquierda de Yarvi al remo con
unas correas apretadas que le hacían rozaduras.
—Halad.
Con cada tirón
imposible de la pértiga de aquel terrible remo, le ardían más los brazos, los
hombros, la espalda. Aunque las pieles del banco estaban desgastadas hasta
tener la suavidad de la seda y los asideros pulidos hasta casi brillar por sus
predecesores, con cada impulso se le pelaba más el culo y se le ampollaban más
las manos. Con cada golpe de remo los cortes del látigo, los cardenales de las
punteras de la bota y las quemaduras del cuello, que tardaban en curarse en
torno a su argolla de cruda forja, le picaban más por la sal del mary el sudor.
—Halad.
El suplicio
rebasó con creces todo límite aguante que Yarvi hubiera podido imaginar, pero
eran asombrosos los esfuerzos que un látigo en manos hábiles podía estrujar de
un hombre. Al cabo de poco tiempo, oír un restallido en otra parte del barco, o
incluso el roce de las botas de Trigg al acercarse por la pasarela, hacía a
Yarvi encogerse, gemir y tirar del remo con una pizca más de fuerza mientras la
saliva escapaba entre sus dientes apretados.
—Este chico no
durará —gruñó Rulf.
—Una brazada
cada vez —dijo Jaud con voz suave. Sus propias brazadas tenían una fuerza, una
fluidez y un ritmo inagotables, como si estuviera hecho de madera y hierro—.
Respira despacio. Respira con el remo. Una cada vez.
Yarvi no
habría sabido explicar por qué, pero era un buen consejo.
—Halad.
Y los
escálamos retumbaban y las cadenas repiqueteaban, las sogas chirriaban y los
maderos crujían, los remeros gimoteaban, maldecían, rezaban o guardaban un
silencio adusto y el Viento del Sur avanzaba palmo a palmo.
—Una brazada
cada vez. —La voz tranquila de Jaud era un hilo que seguir en aquella niebla de
miseria—. Una cada vez.
Yarvi no sabía
qué tortura era la peor, si los latigazos, las raspaduras, el dolor en todos
los músculos, el hambre, el tiempo, el frío o la porquería. Y sin embargo, el
inacabable fregar del limpiador sin nombre, cubierta arriba y cubierta abajo y
cubierta arriba otra vez, con su pelo lacio meneándose, las cicatrices de su
espalda a la vista entre los harapos y sus labios temblorosos apartados de unos
dientes amarillentos, recordaba a Yarvi que podría estar peor.
Siempre se
podía estar peor.
—Halad.
A veces los
dioses se apiadaban de sus desgracias y enviaban un soplo de viento favorable.
Entonces Shadikshirram les dedicaba su sonrisa de oro y, con las formas de una
madre sufridora pero que al final acaba consintiendo los caprichos de su desagradecida
progenie, ordenaba que acorullaran los remos y que desplegaran las toscas velas
de lana con bordes de cuero, antes de lamentar con frivolidad que la compasión
fuese su mayor debilidad.
Entonces
Yarvi, entre lágrimas de gratitud, se reclinaba contra el remo inmóvil de los
hombres de detrás,miraba la vela hincharse y chascar por encima de su cabeza, y
aspiraba el hedor íntimo de más de cien hombressudorosos, desesperados y
doloridos.
—¿Cuándo nos
lavamos? —preguntó en voz baja durante una de aquellas bienvenidas pausas.
—Cuando la
Madre Mar quiere ocuparse de hacerlo —murmuró Rulf.
No era tan
infrecuente. Las gélidas olas que azotaban el casco acostumbraban salpicarlos,
mojarlos y dejarlos calados hasta los huesos, cuando la Madre Mar invadía la cubierta
y subía entre los reposapiés hasta recubrirlo todo de una costra de sal.
—Halad.
Los hombres
estaban atados juntos en grupos de tres, con una cadena sujeta a su banco, y
las únicas llaves obraban en poder de Trigg y la capitana. Los remeros
devoraban sus parcas raciones cada tarde encadenados al banco. Se acuclillaban
sobre un maltrecho cubo cada mañana encadenados al banco. Dormían encadenados
al banco, tapados con mantas apestosas y pieles sin curar, llenando el aire de
quejidos y ronquidos y reniegos y vapor de sus alientos. Una vez por semana,
encadenados al banco, les rasuraban de cualquier manera el pelo y la barba para
ahuyentar a los piojos, medida que no disuadía en absoluto a los diminutos
pasajeros.
La única
ocasión en que Trigg sacó su llave de mala gana y abrió uno de aquellos candados
fue cuando, un frío amanecer, encontraron muerto al vansterlandés que tosía,
cuyo cadáver se llevaron de entre sus impasibles compañeros para arrojarlo por
la borda.
El único que
hizo algún comentario sobre el fallecimiento fue Ankran, que se mesó la fina
barba y dijo:
—Necesitaremos
un reemplazo.
Durante un
instante, Yarvi temió que los supervivientes tuvieran que esforzarse un poquito
más. Luego albergó la esperanza de que les tocara un poco más de comida por
persona. Y entonces se dio asco por la forma en que había empezado a pensar.
Pero no tanto
asco como para haber rechazado la ración del vansterlandés, si se la hubieran
ofrecido.
—Halad.
Perdió la
cuenta de las noches que pasó sin fuerzas y exhausto, de las mañanas en que un
despertar doloroso y agarrotado por el esfuerzo de la jornada anterior llevaba
a más esfuerzo impuesto a latigazos, de los días sin más pensamiento que la
siguiente brazada. Pero al cabo de un tiempo llegó una tarde en la que no cayó
de inmediato a un sopor sin sueños. Sus músculos habían empezado a endurecerse,
las primeras y peores ampollas habían reventado y el látigo había caído menos en
su espalda.
Joe Abercombrie, Medio Rey
No hay comentarios:
Publicar un comentario