Hay novelas
que contienen un doble misterio. Uno de esos misterios es el de la historia que
su autor cuenta en ellas: un peculiar atractivo que, gracias al talento y al
oficio de quien las escribe, puede mantener a un lector —incluso a millones de
lectores— atrapado entre sus páginas, viviendo las peripecias que allí se
narran, olvidado por completo del mundo real. Aunque hay un segundo misterio
más sutil cuyo secreto nadie ha podido desentrañar aún, pero que es causa del
torrente de luz que deslumbra la historia misma, la independiza de su tiempo,
de sus lectores e incluso del propio escritor, y pasa a convertirla en algo
especial. A integrarla en el muy selecto club de los libros que nunca
envejecen.
El Prisionero
de Zenda es una de esas novelas privilegiadas. Surgió en 1894 de la
pluma del escritor inglés Anthony Hope, y enseguida se
convirtió en indiscutible bestseller. Sus ingredientes eran —y lo siguen
siendo— infalibles: amores imposibles, héroes galantes, villanos inteligentes,
princesas hermosas, coronas en peligro, fieles servidores… Todo ello, situado
en el corazón de la Europa elegante de finales del siglo XIX: ese territorio
mítico donde se cruzaban viajeros dandis realizando el Grand Tour, condesas
misteriosas que tomaban las aguas en balnearios enclavados en mágicas montañas,
investigadores privados tras la huella del mal en ciudades envueltas en niebla,
infieles esposas fugitivas con jóvenes apuestos en el Orient Express, ladrones
de guante blanco al acecho de las perlas de adineradas jovencitas que paseaban
por Niza o leían a mister Barnabooth en la terraza de un hotel de Sorrento… Un
mundo que ya sólo es posible en la imaginación, en las bibliotecas y en la
memoria.
Aventuras,
amor, espadachines. Fórmula imbatible cuando la guían la oportunidad y el
talento. El Prisionero de Zenda nació tocada por los dioses, y
abriéndose paso entre grandes del género se convirtió en una de las novelas más
leídas, erigiéndose además como pionera en la creación de historias ambientadas
en países imaginarios. No busquemos Ruritania en guías de turismo, porque no
existe en los mapas del mundo conocido; pero las aventuras ruritánicas
suscitaron una moda que tuvo su continuidad en una segunda parte a la que Hope
tituló Ruperto de Hentzau. Con ellas, el éxito literario se trocó en fenómeno
social y el cine se encargó del resto. Distintas adaptaciones cinematográficas,
desde el cine mudo al tecnicolor, perpetuaron estas aventuras en el tiempo,
convirtiendo en leyenda a sus protagonistas, y el castillo de Zenda, con
permiso del castillo de If de El conde de Montecristo, en uno de los más
famosos de la literatura.
Leí por
primera vez El Prisionero de Zenda a finales de los años cincuenta, en una
edición popular de aventuras —aquellas leidísimas novelas de quiosco, en
ediciones baratas de gran tirada, quizá la de Editorial Molino— que encontré
casualmente en la biblioteca de una de mis abuelas. Desde el primer momento me
fascinaron la aventura y sus ingredientes, los personajes, el ambiente, los
códigos de lealtad, la atractiva figura del malvado Ruperto de Hentzau, el amor
imposible del valeroso Rudolf Rassendyll por la princesa Flavia. Al día
siguiente ya estaba jugando con mis amigos a duelos a vida o muerte junto al
imaginario foso del castillo de Zenda, espada en mano, o me sentía galopar por
los bosques ruritanos para salvar a mi primo el rey, cautivo del siniestro
Miguel El Negro. Vinieron pronto las películas, pocos años después: primero la
versión protagonizada por Ronald Colman, con Douglas Fairbanks Jr. como
magnífico Ruperto de Hentzau (1937), y luego la de Stewart Granger (1952), en
la que el peligroso, elegante, malvado y sonriente espadachín Hentzau era
encarnado por James Mason. No fue hasta muchos años más tarde cuando conocí,
gracias al DVD, la versión muda en blanco y negro (1922), con Lewis Stone como
protagonista y, en el papel de Hentzau, a un extraordinario Ramón Novarro. Y
cada vez, cada película, cada recuerdo, me llevó de nuevo a la novela, que
volví a releer y disfrutar enriquecida en mi imaginación y mi memoria.
Hay jovencitos
que no deberían hacerse mayores sin haber leído El Prisionero de Zenda, y
adultos que dejan de serlo, mágicamente, cuando vuelven a sus páginas. Eso
suele ocurrir. Todos los que alguna vez, o varias, hemos paseado por ellas,
cargamos con el sello de Ruritania en nuestro pasaporte y un pétalo de rosa
entre las hojas de un libro, junto a una nota garabateada con tinta azul: «Fui
rey, no lo soy. Soy el que fui y no soy. Pero siempre he sido aquel a quien amó
y ama Flavia».
Arturo Pérez Reverte
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