Adara tenía
una provisión secreta de sonrisas, pero solo las gastaba en invierno. Estaba
deseando que llegara su cumpleaños, y con él el frío. Y es que en invierno era
una niña especial.
Lo sabía desde
que era muy pequeña y jugaba con los demás en la nieve. El frío nunca le había
molestado como a Geoff, a Teri y a sus amigos. A menudo se quedaba sola fuera
de casa durante horas después de que los demás se hubieran marchado en busca de
calor, o de que se hubieran ido a casa de Laura la Vieja a comer la sopa de
verdura caliente que le gustaba preparar a los niños. Adara buscaba un
escondite en un rincón alejado de los campos, un lugar distinto cada invierno,
y allí construía un alto castillo blanco, colocando la nieve con las manos
descubiertas y dándole forma de torres y almenas como las que Hal solía
describir cuando hablaba del castillo del rey en la ciudad. Arrancaba
carámbanos de las ramas inferiores de los árboles y los usaba a modo de agujas,
barrotes y garitas, repartiéndolos por todo el castillo. A menudo, en pleno
invierno, todo se deshelaba por un breve espacio de tiempo y volvía a helarse
de repente, y de la noche a la mañana su castillo de arena se convertía en
hielo, duro y resistente como ella se imaginaba los castillos de verdad. A lo
largo de todo el invierno ampliaba el castillo, y nadie se enteraba. Pero
siempre llegaba la primavera, y con ella un deshielo al que no le seguía
ninguna helada; entonces todas las murallas y los muros se derretían, y Adara
empezaba a contar los días que faltaban para su cumpleaños.
Sus castillos
invernales casi nunca estaban vacíos. Con la primera helada de cada año, las
lagartijas de hielo salían de sus madrigueras, y los campos se llenaban de diminutas
criaturas azules que corrían como flechas de un lado a otro, pasando por encima
de la nieve sin que pareciera que la tocaban. Todos los niños jugaban con las
lagartijas de hielo. Sin embargo, los demás eran torpes y crueles, y partían en
dos a los frágiles animalitos, rompiéndolos entre sus dedos como podrían romper
un carámbano colgado de un tejado. Incluso a Geoff, que era demasiado bueno
para hacer algo semejante, a veces le picaba la curiosidad y sostenía las
lagartijas demasiado tiempo mientras las examinaba, y el calor de sus manos las
derretía y las quemaba hasta matarlas.
Las manos de
Adara eran frías y suaves, y sostenía las lagartijas todo el tiempo que quería
sin
hacerles daño, lo que siempre empujaba a Geoff a hacer pucheros y preguntas
airadas. A veces se tumbaba en la nieve fría y húmeda y dejaba que las
lagartijas se arrastraran por encima de ella; disfrutaba con el suave roce de
sus patas cuando le pasaban rozando por la cara. A veces llevaba lagartijas de
hielo escondidas en el pelo mientras hacía sus tareas, aunque tenía mucho
cuidado de no meterlas en casa, donde el calor de la lumbre las mataría.
Siempre recogía las sobras cuando su familia acababa de comer, las llevaba al
lugar secreto donde estaba construyendo su castillo y las esparcía allí. De
modo que los castillos que construía estaban llenos de reyes y cortesanos todos
los inviernos; pequeñas criaturas peludas que salían del bosque, pájaros
invernales con el plumaje blanco y cientos y cientos de lagartijas de hielo que
se retorcían y se movían con gran esfuerzo, frías, rápidas y gruesas. Adara
prefería las lagartijas de hielo a cualquiera de las mascotas que su familia
había tenido a lo largo de los años.
Pero al que de
verdad quería era al dragón de hielo.
No sabía cuándo había
sido la primera vez que lo vio. Le parecía que siempre había formado parte de
su vida, una visión atisbada en pleno invierno, atravesando velozmente el cielo
glacial con sus alas serenas y azules. Los dragones de hielo eran poco comunes,
incluso en aquel entonces, y cada vez que se dejaban ver, todos los niños
señalaban con el dedo asombrados, mientras los mayores murmuraban y sacudían la
cabeza. Cuando los dragones de hielo se acercaban a la tierra era señal de que
se avecinaba un invierno largo y gélido. La gente decía que la noche que Adara
había nacido se había visto un dragón de hielo volando a través de la cara de
la luna, y desde entonces se había visto cada invierno; esos inviernos habían
sido terribles, y cada año la primavera había tardado más en llegar. De modo
que la gente encendía lumbres y rezaba y confiaba en que el dragón de hielo no
se acercara, y eso llenaba de miedo a Adara.
Pero
nunca daba resultado. Cada año el dragón de hielo regresaba. Adara sabía que
iba por ella.
El dragón de
hielo era enorme, la mitad de grande que los escamosos dragones de guerra
verdes que montaban Hal y sus compañeros. Adara había oído leyendas sobre
dragones salvajes más grandes que montañas, pero no había visto ninguno de esas
dimensiones. Desde luego el dragón de Hal era bastante grande, cinco veces
mayor que un caballo, pero era pequeño comparado con el dragón de hielo, y
además feo.
El dragón de
hielo era de un blanco cristalino, ese tono blanco tan intenso y frío que casi
es azul. Estaba cubierto de escarcha, de modo que cuando movía la piel, esta se
rompía y crujía como cruje la capa de hielo de la nieve bajo las botas de un
hombre, y se caían copos de escarcha.
Sus ojos eran
claros, profundos y fríos.
Sus alas eran
enormes y se parecían a las de un murciélago, teñidas de un pálido azul
transparente. Adara podía ver las nubes a través de ellas, y a menudo la luna y
las estrellas, cuando la bestia revoloteaba trazando círculos de hielo por los
cielos.
Sus dientes
eran carámbanos, una hilera triple, lanzas dentadas de tamaño desigual cuyo
blanco contrastaba con sus fauces azul oscuro.
Cuando el
dragón de hielo batía sus alas, soplaban vientos fríos, la nieve se
arremolinaba y se movía deprisa, y el mundo parecía encoger y temblar. A veces
cuando una puerta se abría en el frío invierno empujada por una súbita ráfaga
de viento, el propietario corría a cerrarla y decía: —Un dragón de hielo vuela
cerca.
Y cuando el
dragón de hielo abría su gran boca y espiraba, no era fuego lo que salía de
ella, el hedor ardiente y sulfuroso de los dragones menores.
El dragón de
hielo escupía frío.
Cuando
respiraba se formaba hielo. El calor desaparecía. Las lumbres se consumían y se
apagaban, castigadas por el frío. Los árboles se helaban hasta sus almas
pausadas y secretas, y sus ramas se volvían quebradizas y crujían a causa de su
propio peso. Los animales se volvían azules, gemían y se morían, con los ojos
saltones y la piel cubierta de escarcha.
El dragón de
hielo escupía muerte al mundo; muerte y silencio y frío. Pero a Adara no le
daba miedo. Ella era una niña del invierno, y el dragón de hielo era su
secreto.
Lo había visto
en el cielo mil veces. Cuando tenía cuatro años, lo vio en el suelo.
Estaba
construyendo su castillo de nieve, y el dragón fue y se posó al lado de ella,
en el vacío de los campos cubiertos de nieve. Todas las lagartijas de hielo
huyeron. Adara simplemente se quedó quieta. El dragón la miró durante diez
largos segundos, antes de volver a alzar el vuelo. El viento aulló a su
alrededor y a través de ella cuando el dragón batió las alas para elevarse,
pero Adara se sintió extrañamente exultante.
Volvió ese
mismo invierno, más tarde, y Adara lo tocó. Su piel estaba muy fría, pero se
quitó el guante de todas formas. Lo contrario no había estado bien. Tenía un poco
de miedo de que ardiera y se derritiera al contacto. De algún modo, Adara sabía
que era mucho más sensible al calor que las lagartijas de hielo. Pero ella era
especial, la niña del invierno. Lo acarició y finalmente le dio un beso en el
ala que le hizo daño en los labios. Ese fue el invierno de su cuarto
cumpleaños, el año que tocó al dragón de hielo.
George R. R. Martin, El Dragón de
Hielo
Ya que estamos con nieve, y frío, mucho frío, os dejo con
Lament, una preciosa canción del musical Siete Novias para Siete Hermanos
OSCAR A LA MEJOR BANDA SONORA MUSICAL 1954
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