Patrick
Neville ya había llegado. Lo saludé efusivamente y deposité encima de la mesa
del salón el taco de hojas encuadernadas que me había llevado.
—¿Qué es eso?
—preguntó mi madre.
—El Libro de
los Baltimore.
Un año después
de que muriera, había cumplido la promesa que le hice a mi tío. Reunir a los
Baltimore narrando su historia.
Le había
puesto el punto final a la novela la noche antes.
¿Por qué
escribo? Porque los libros son más fuertes que la vida. Son su mejor revancha.
Son testigos de la muralla inexpugnable de nuestra mente, de la impenetrable
fortaleza de nuestra memoria. Y cuando no escribo, una vez al año, vuelvo a
recorrer el trayecto hasta Baltimore, me detengo un rato en el barrio de Oak
Park y luego conduzco hasta el cementerio de Forrest Lane para ir a verlos.
Coloco unas piedrecitas encima de sus tumbas, para seguir construyendo su
memoria, y me recojo. Rememoro quién soy, adónde voy, de dónde vengo. Me
arrodillo junto a ellos, coloco las manos encima de sus nombres grabados y los
beso. Luego cierro los ojos y noto que están vivos dentro de mí.
Mi tío Saul,
bendita sea tu memoria. Todo queda
borrado.
Mi tía Anita,
bendita sea tu memoria. Todo queda
olvidado.
Mi primo
Hillel, bendita sea tu memoria. Todo queda
perdonado.
Mi primo
Woody, bendita sea tu memoria. Todo queda
reparado.
Aunque se han
ido, sé que están aquí. Ahora sé que habitan para siempre en ese lugar que se
llama Baltimore, en el Paraíso de los Justos, o puede que solamente en mi
memoria. Sé que me están esperando en alguna parte.
Ya está, Tío
Saul, mi tío del alma. Este libro que te había prometido, lo deposito ante ti.
Todo queda
reparado.
Joël Dicker, El Libro de los
Baltimore
No hay comentarios:
Publicar un comentario