Como al
conjuro de aquel ruido atronador, la figura encorvada del rey se enderezó
súbitamente. Y otra vez se le vio en la montura alto y orgulloso; e irguiéndose
sobre los estribos gritó, con una voz más fuerte y clara que la que oyera jamás
ningún mortal:
¡De pie, de pie,
Jinetes de Théoden!
Un momento cruel se
avecina: ¡fuego y matanza!
Trepidarán las
lanzas, volarán en añicos los escudos,
¡un día de la espada,
un día rojo, antes que llegue el alba!
¡Galopad ahora,
galopad! ¡A Gondor!
Y al decir
esto, tomó un gran cuerno de las manos de Guthlaf, el portaestandarte, y lo
sopló con tal fuerza que el cuerno se quebró. Y al instante se elevaron juntas
las voces de todos los cuernos del ejército, y el sonido de los cuernos de
Rohan en esa hora fue como una tempestad sobre la llanura y como un trueno en
las montañas.
De pronto, a
una orden del rey, Crinblanca se lanzó hacia adelante. Detrás de él el
estandarte flameaba al viento: un caballo blanco en un campo verde: pero
Théoden ya se alejaba. En pos del rey galopaban los jinetes de la escolta, pero
ninguno lograba darle alcance. Con ellos galopaba Eomer, y la crin blanca de la
cimera del yelmo le flotaba al viento, y la vanguardia del primer éored rugía
como un oleaje embravecido al estrellarse contra las rocas de la orilla, pero
nadie era tan rápido como el rey Théoden. Galopaba con un furor demente, como
si la fervorosa sangre guerrera de sus antepasados le corriera por las venas en
un fuego nuevo; y transportado por Crinblanca parecía un dios de la antigüedad,
el propio Oróme el Grande, se hubiera dicho, en la batalla de Valar, cuando el
mundo era joven. El escudo de oro resplandecía y centelleaba como una imagen
del sol, y la hierba reverdecía alrededor de las patas del caballo. Pues
llegaba la mañana, la mañana y un viento del mar; y ya se disipaban las
tinieblas; y los hombres de Mordor gemían, y conocían el pánico, y huían y
morían, y los cascos de la ira pasaban sobre ellos. Y de pronto los ejércitos
de Rohan rompieron a cantar, y cantaban mientras mataban, pues el júbilo de la
batalla estaba en todos ellos, y los sonidos de ese canto que era hermoso y
terrible llegaron aun a la ciudad (...)
Théoden Rey de
la Marca había llegado al camino que iba de la Puerta al río; de allí había marchado
a la ciudad, distante ahora menos de una milla. Moderando el galope del
caballo, buscó nuevos enemigos, y los caballeros de la escolta lo rodearon, y
entre ellos estaba Dernhelm. Un poco más adelante, en las cercanías de los
muros, los hombres de Elfhelm luchaban entre las máquinas de asedio, matando
enemigos, traspasándolos con las lanzas, empujándolos hacia las trincheras de
fuego. Casi toda la mitad norte de Pelennor estaba ocupada por los Rohirrim, y
los campamentos ardían, y los orcos huían en dirección al río como manadas de
animales salvajes perseguidas por cazadores; y los hombres de Rohan galopaban
libremente, a lo largo y a lo ancho de los campos. Sin embargo, no habían
desbaratado aún el asedio, ni reconquistado la Puerta. Los enemigos que la
custodiaban eran numerosos, y la otra mitad de la llanura estaba
ocupada por ejércitos todavía intactos. Al sur, del otro lado del camino, aguardaba
la fuerza principal de los Haradrim, y la caballería estaba reunida en torno
del estandarte del Capitán. Y el Capitán miró el horizonte a la creciente luz
de la mañana y vio muy adelante y en pleno campo de batalla la bandera del rey,
con unos pocos hombres alrededor. Poseído por una furia roja, lanzó un grito de
guerra y desplegó el estandarte —una serpiente negra sobre fondo escarlata— y
se precipitó con una gran horda sobre el corcel blanco en campo verde, y las
cimitarras desnudas de los hombres del Sur centellearon como estrellas.
Sólo entonces
reparó Théoden en la presencia del Capitán Negro; sin esperar el ataque, azuzó con
un grito a Crinblanca y salió al paso de su adversario. Terrible fue el fragor
de aquel encuentro. Pero la furia blanca de los Hombres del Norte era la más
ardiente, y sus caballeros más hábiles con las largas lanzas, y despiadados.
Como el fuego del rayo en un bosque, irrumpieron entre las filas de los Sureños
abriendo grandes brechas. En medio de la refriega luchaba Théoden hijo de
Thengel, y la lanza se le rompió en mil pedazos cuando abatió al capitán
enemigo. Atravesó con la espada desnuda el estandarte, golpeando al mismo
tiempo asta y jinete, y la serpiente negra se derrumbó. Entonces todos los sobrevivientes
de la caballería enemiga dieron media vuelta y huyeron lejos.
Mas he aquí
que de súbito, en la plenitud de la gloria del rey, el escudo de oro empezó a oscurecerse.
La nueva mañana fue quitada del cielo. Las tinieblas cayeron alrededor. Los
caballos gritaban, encabritados. Los jinetes arrojados de las sillas se
arrastraban por el suelo.
—¡A mí! ¡A mí!
—gritó Théoden—. ¡De pie, Eorlingas! ¡No os amedrente la oscuridad! —Pero Crinblanca,
enloquecido de terror, se había levantado sobre las patas, luchaba con el aire,
y de pronto, con un grito desgarrador, se desplomó de flanco: un dardo negro lo
había traspasado. Y el rey cayó debajo de él.
Rápida como
una nube de tormenta descendió la Sombra. Y se vio entonces que era una
criatura alada: un ave quizá, pero más grande que cualquier ave conocida; y
parecía desnuda, pues no tenía plumas. Las alas enormes eran como membranas coriáceas
entre dedos callosos; hedían. Una criatura acaso de un mundo ya extinguido,
cuya especie, escondida en montañas olvidadas y frías bajo la luna, había
sobrevivido incubando en algún nido horripilante esta progenie última y
maligna. Y el Señor Oscuro la había adoptado, alimentándola con carnes
putrefactas, hasta que fue mucho más grande que todas las otras criaturas
aladas; y como cabalgadura la había entregado a su servidor. Descendió, descendió,
y luego, replegando las palmas digitadas, lanzó un graznido ronco, y se posó de
pronto sobre Crinblanca, y le hincó las garras encorvando el largo cuello
implume.
Una figura
envuelta en un manto negro, enorme y amenazante, venía montada en aquella criatura.
Llevaba una corona de acero, pero nada visible había entre el aro de la corona
y el manto, salvo el fulgor mortal de unos ojos: el Señor de los Nazgül.
Llamando a su corcel antes que se desvaneciera otra vez la oscuridad, había
retornado al aire, y ahora volvía a atacar, trayendo consigo la ruina, transformando
la esperanza en desesperación, y la victoria en muerte. Blandía una gran maza
negra.
Pero Théoden
no había quedado totalmente abandonado. Los caballeros del séquito yacían sin vida
en torno o habían sido llevados lejos de allí, arrastrados por la locura de sus
corceles. Uno, sin embargo, permanecía junto al rey: el joven Dernhelm, fiel
más allá del miedo, y lloraba, pues había amado a su señor como a un padre.
Durante la batalla, y hasta que la Sombra bajó, Merry se había mantenido a
salvo en la grupa de Hoja de Viento, pero de pronto, el corcel aterrorizado
había arrojado al suelo a sus jinetes, y ahora corría desbocado a través de la
llanura. Merry se arrastraba en cuatro patas como una alimaña aturdida; se
sentía ciego y enfermo de terror.
«¡Paje del
rey! ¡Paje del rey!» le gritaba el corazón dentro del pecho. «Tu obligación es
seguir junto a él. "Seréis como un padre para mí", dijiste.» Pero la
voluntad no le obedecía, y el cuerpo le temblaba. No se atrevía a abrir los
ojos ni a levantar la cabeza.
De improviso,
en medio de aquella oscuridad que le ocupaba la mente, creyó oír la voz de Dernhelm;
pero le sonó extraña, como si le recordase la de alguien que conocía.
— ¡Vete de
aquí, dwimmerlaik, señor de la carroña! ¡Deja en paz a los muertos!
— ¡No te
interpongas entre el Nazgül y su presa! No es tu vida lo que arriesgas perder
si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré conmigo muy lejos, a
las casas de los lamentos, más allá de todas las tinieblas, y te devorarán la
carne, y te desnudarán la mente, expuesta a la mirada del Ojo sin Párpado.
Se oyó el
ruido metálico de una espada que salía de la vaina.
—Haz lo que
quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.
—
¡Impedírmelo! ¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede impedirme nada!
Lo que Merry
oyó entonces no podía ser más insólito para esa hora: le pareció que Dernhelm
se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero.
—¡Es que no
soy ningún hombre viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer. Soy Eowyn hija de
Eomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y pariente. ¡Vete de aquí
si no eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro oscuro, te traspasaré
con mi espada si lo tocas.
La criatura
alada respondió con un alarido, pero el Espectro del Anillo quedó en silencio,
como si de pronto dudara. Estupefacto más allá del miedo, Merry se atrevió a
abrir los ojos: las tinieblas que le oscurecían la vista y la mente se
desvanecieron. Y allí, a pocos pasos, vio a la gran bestia, rodeada de una profunda
oscuridad; y montando en ella como una sombra de desesperación, al Señor de los
Nazgül. Un poco hacia la izquierda, delante de la bestia alada y su jinete,
estaba ella, la mujer que hasta ese momento Merry llamara Dernhelm. Pero el
yelmo que ocultaba el secreto de Eowyn había caído, y los cabellos sueltos de
oro pálido le resplandecían sobre los hombros. La mirada de los ojos grises
como el mar era dura y despiadada, pero había lágrimas en las mejillas. La mano
esgrimía una espada, y alzando el escudo se defendía de la horrenda mirada del
enemigo.
Era Eowyn y
también era Dernhelm. Y el recuerdo del rostro que había visto en el Sagrario a
la hora de la partida reapareció una vez más en la mente del hobbit: el rostro
de alguien que ha perdido toda esperanza y busca la muerte. Y sintió piedad, y
asombro; y de improviso, el coraje de los de su raza, lento en encenderse,
volvió a mostrarse en él. Apretó los puños. Tan hermosa, tan desesperada, Eowyn
no podía morir. En todo caso no iba a morir a solas, sin ayuda.
El enemigo no
lo miraba, pero Merry, no se atrevía a moverse temiendo que los ojos asesinos
lo descubrieran. Lenta, muy lentamente, se arrastró a un lado; pero el Capitán
Negro, movido por la duda y la malicia, sólo miraba a la mujer que tenía
delante, y a Merry no le prestó más atención que a un gusano en el fango.
De pronto, la bestia horripilante
batió las alas, levantando un viento hediondo. Subió en el aire, y luego se
precipitó sobre Eowyn, atacándola con el pico y las garras abiertas.
Tampoco ahora
se inmutó Eowyn: doncella de Rohan, descendiente de reyes, flexible como un junco
pero templada como el acero, hermosa pero terrible. Descargó un golpe rápido,
hábil y mortal. Y cuando la espada cortó el cuello extendido, la cabeza cayó
como una piedra, y la mole del cuerpo se desplomó con las alas abiertas. Eowyn
dio un salto atrás. Pero ya la sombra se había desvanecido. Un resplandor la
envolvió y los cabellos le brillaron a la luz del sol naciente.
El Jinete
Negro emergió de la carroña, alto y amenazante. Con un grito de odio que
traspasaba los tímpanos como un veneno, descargó la maza. El escudo se quebró
en muchos pedazos, y Eowyn vaciló y cayó de rodillas: tenía el brazo roto. El
Nazgül se abalanzó sobre ella como una nube; los ojos le relampaguearon, y otra
vez levantó la maza, dispuesto a matar.
Pero de pronto
se tambaleó también él, y con un alarido de dolor cayó de bruces, y la maza, desviada
del blanco, fue a morder el polvo del terreno. Merry lo había herido por la
espalda. Atravesando el manto negro, subiendo por el plaquín, la espada del
hobbit se había clavado en el tendón detrás de la poderosa rodilla.
— ¡Eowyn!
¡Eowyn! —gritó Merry.
Entonces
Eowyn, trastabillando, había logrado ponerse de pie una vez más, y juntando
fuerzas había hundido la espada entre la corona y el manto, cuando ya los
grandes hombros se encorvaban sobre ella. La espada chisporroteó y voló por los
aires hecha añicos. La corona rodó a lo lejos con un ruido de metal. Eowyn cayó
de bruces sobre el enemigo derribado. Mas he aquí que el manto y el plaquín
estaban vacíos. Ahora yacían en el suelo, despedazados y en un montón informe;
y un grito se elevó por el aire estremecido y se transformó en un lamento
áspero, y pasó con el viento, una voz tenue e incorpórea que se extinguió, y
fue engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella era del mundo.
Y allí, de pie
entre los caídos estaba Meriadoc el hobbit, parpadeando como un buho a la luz
del día, cegado por las lágrimas; y a través de una bruma vio la hermosa cabeza
de Eowyn, que yacía inmóvil; y miró el rostro del rey, caído en la plenitud de
la gloria. Pues Crinblanca, en su agonía, había rodado alejándose del cuerpo
del soberano; de cuya muerte era sin embargo la causa.
J. R.
R. Tolkien, El Retorno del Rey
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