Dámaso Bonet se mira en el espejo y se encuentra bello —ese sería
el adjetivo de su madre—. Tal vez demasiado pálido para su gusto, sobre todo
porque el pelo es de un negro casi azul y los ojos verdes, cegadoramente verdes.
Algunas mujeres aseguran que se parece a una estrella de cine; mejor que muchos
famosos, dicen otras. A Dámaso, a veces, le aburren incluso los comentarios.
Su cuerpo, cuidado, musculado sin exceso, joven; ni siquiera
padece los molestos síntomas de la juventud en forma de espinillas, ni el
caminar desgarbado de los cuerpos aún sin ubicarse. Dámaso raya la perfección.
A punto de cumplir los veinte y con el mundo a sus pies.
Sin embargo, la mayor parte de su encanto es algo parecido a una
luz que ilumina esa belleza, un aura que desprende sin ser consciente: entre tierno
y feroz; entre bucanero y aprendiz de brujo, que lo hace diferente, hermosamente
diferente. Eso y una sonrisa que pide ser besada con pasión.
No recuerda contrariedades graves: los estudios, las chicas, la
vida ha sido generosa con él. Sofía, la más bella de las compañeras, lo eligió
como pareja, o novio, o como quiera que llamen a eso de compartir tiempo,
cuidados y caricias; y ha sido generosa en la entrega, tanto de sus
sentimientos como de su cuerpo.
No debería quejarse, pero desde que finalizó los estudios, siente
que ya todo está concluido. Se parece al cansancio de haber llegado a la cima
de una montaña y sentarse a esperar que llegue el helicóptero a recogerlo.
De pronto, Dámaso golpea el espejo y siente una frustración
incómoda en las entrañas.
A su vida le faltan emoción y riesgo. Es un caballo de carreras
obligado a permanecer encerrado.
Se mira y ve un recipiente perfecto sin nada en su interior. Tal
vez aún conserve ese sentido «romántico» de las novelas de aventuras, de las
películas donde los riesgos y el vértigo dan sentido a cualquier acto.
Ante su imagen en el espejo, siente un inmenso agujero en su
interior. Un agujero que necesita ser llenado... Aún no sabe de qué, o de
quién.
Un agujero que añade un leve titilar a sus ojos y curva sutilmente
su boca. No se atreve a reconocer el aburrimiento, tal vez por eso lo disfraza de
frustración, de incomodidad...
Sale del baño, entra en su cuarto y merodea como un tigre
enjaulado en busca de una salida. Si fuera capaz de ver la perfección de sus
movimientos, la fácil elasticidad de todos sus músculos, el brillo de esmalte
azul que algún rayo de sol colándose por la ventana logra arrancar de sus
cabellos negros; si pudiera ver el destello esmeralda de sus ojos inquietos.
Si lograra verse, sentiría una profunda lástima: a un poeta, al
poeta que nunca será Dámaso, le haría pensar en un bellísimo ángel incómodo
entre los jardines del paraíso; tal vez a punto de ser expulsado y convertido
en príncipe del mal.
Pasa sus manos por el cabello, ni lacio ni rizado, con esas ondas
apenas perceptibles que dan un especial volumen a su cabeza. Crispa los labios,
sensuales, tibios, con un punto de acidez en las comisuras capaz de despistar a
quien mira su boca, casi siempre sonriente.
Sí, se siente como un ángel hastiado de todo: de su vida, del
presente y hasta del futuro. Antes, cuando aún no se le exigían respuestas de
adulto, Dámaso podía soñar con convertirse en algún intrépido aventurero; el
líder de alguna revolución... Sin embargo, sus mayores y únicas aventuras
habían sido con hermosas mujeres, como Sofía. Casi recuerda con emoción los
tiempos de las conquistas, cuando podía pasarse noches enteras en blanco
recordando algún rincón del cuerpo femenino a conquistar.
Una mirada, el delicado envés de la rodilla, la ligera curva del
cuello, el cálido dibujo de la oreja. Un quiebro de los hombros, el modo de
caminar como sobre nubes, el movimiento sutil del pelo, el temblor de los
labios antes del beso... Dámaso amaba y respetaba la belleza singular de cada
una, el dulce dolor de deseo que le provocaban.
Ahora, el ángel que camina, casi desesperado, de esquina a esquina
de su habitación siente que nada de cuanto posee, de cuanto dicen forma parte
de su estupenda vida, le llena, ni le emociona, ni le causa otra cosa que un
empalago triste de vulgar cotidianidad.
No le queda nada por conquistar Ningún dolor espolea su estómago. Ningún
reto. Ninguna alambrada para forzar. Tan sólo una planicie sin aristas, reseca
y polvorienta.
Escogió la carrera correcta en la universidad: ingeniería. Tendrá
un futuro brillante, sin conflictos, sin problemas. A los ingenieros nunca les
faltará trabajo, si no en este país, en cualquier otro. Sofía lo seguiría al
fin del mundo...
Sin embargo, le falta algo.
Algo que probablemente nunca ha tenido, pero que duele como un
miembro amputado y fantasmal. ¿Se puede añorar lo desconocido? ¿Siente el
paladar extrañeza por algo nunca probado?
Nicolás, su amigo de la infancia, le diría que lo suyo «son taras
de niño malcriado, guapo, listo y sin problemas».
¿Tendría razón?
Pero eso no basta para aplacar su malestar. Necesita encontrar un
reto, una montaña que escalar; una princesa que rescatar; un mundo que
conquistar... Algo capaz de calmar la marejada de insatisfacción donde
naufraga.
Blanca
Alvárez, París, Luna Roja
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