Junis solo
servía comidas hasta primeras horas de la tarde. Luego empezaba el turno de los
narguiles y del té, y cuando se ponía el sol, se reservaba la noche para los
narradores.
Noche tras
noche, el hakavati se sentaba en su asiento elevado y entretenía a los clientes
con emocionantes historias de amor y de aventuras. Los hakavatis tenían que
enfrentarse a menudo al ruido, pues los oyentes hablaban y comentaban las
historias con exclamaciones, discutían y a veces exigían incluso que el
hakavati repitiese un pasaje que les gustaba. Pero cuanto más emocionante se
volvía una historia, más bajaba el hakavati el tono de su voz. Los oyentes se
exhortaban mutuamente a guardar silencio para poder seguir la historia. Cuando
su relato alcanzaba el punto más emocionante, como, por ejemplo, cuando el
héroe intentaba trepar a la habitación de la amada y colgaba del balcón sujeto
de las puntas de los dedos, entonces pasaba por allí un guardián o el padre.
Aquí interrumpía el hakavati su historia y prometía contar la continuación al
día siguiente. Eso lo hacían los hakavatis para que los clientes acudiesen al
local de Junis y no a los de la numerosa competencia. Los oyentes estaban a
veces tan excitados que se apiñaban alrededor del hakavati y le ofrecían un
narguile o té y le pedían en voz baja que les revelase la continuación de la
historia. Pero ningún hakavati se atrevía a anticipar el desenlace de la
historia, pues Junis se lo había prohibido terminantemente a todos los
narradores.
—Vuelve mañana
y oirás la continuación —era siempre la respuesta (...)
—Sí, ellos
siempre contaban historias. Anoche —dijo Junis— estuve pensando por primera vez
largo rato sobre mis hakavatis. En cuarenta años he tenido algunos narradores
de café. Han contado historias durante miles de noches. Muchos eran malos y
algunos eran buenos. Malo era todo aquel que aburría a sus oyentes.
»Las historias
tenían que gustar a mis clientes, si no la mayoría se levantaba, pagaba su
narguile y se marchaba, pues aburrirse era algo que podían hacer en casa más
barato. Lo malo era cuando un hakavati no se daba cuenta del aburrimiento.
Pero, ¿sabéis quién es el mejor oyente? Yo tampoco lo supe durante mucho
tiempo.
—Las mujeres
—contestó el profesor. El ministro frunció el ceño y meneó la cabeza en señal
de desaprobación.
—Eso no lo sé
porque en mi café no había nunca mujeres entre los oyentes, pero los niños,
querido, son los que escuchan mejor. Algunos adultos de mi café podían ser
indulgentes hasta con el hakavati más aburrido. Desde mi sitio detrás del
mostrador podía observarlos y veía cómo bostezaban con la boca cerrada. Pero un
día invité por compromiso a uno de mis hakavatis a la boda de mi hijo. Había
allí cientos de niños, y cuando oyeron que había un hakavati se apiñaron
alrededor suyo y no dejaron de suplicarle que contase una historia hasta que
accedió. Yo me senté con los niños porque estaba un poco cansado de los
agotadores preparativos y de la comida grasienta.
»Cuando el
hakavati empezó, los niños estaban encantados, pero poco a poco vi cómo se
bajaban uno tras otro de la historia. Fue terrible. Los niños le destrozaron.
«¿Por qué no nos cuentas otra historia?», gritaban en medio de una lucha entre
dragones y monstruos. Con ellos notó el hakavati lo malo que era. Los niños son
despiadadamente generosos. Pagan con su aprobación o su rechazo siempre al
contado, ya sea a un hakavati o a un vendedor de helados.
»Lo que me
asombraba era que los buenos hakavatis no se empeñaban en que volasen
constantemente alfombras mágicas de un lado a otro, que escupiesen fuego los
dragones o que las brujas mezclasen los venenos más demenciales. Con los buenos
hakavatis, los oyentes también miraban fascinados cuando aquellos hablaban de
las cosas más sencillas. Pero hay algo que debe tener hasta el peor hakavati:
una buena memoria. Ni la pena ni la alegría deben hacerle perder el hilo. No es
preciso que tenga la maravillosa memoria de nuestro Salim, pero sí una buena memoria,
si no, está perdido.
—Madre mía, ni
que eso fuese tan difícil —replicó el peluquero.
—Sí, yo a
veces no sé lo que he comido la antevíspera —dijo el cerrajero riendo.
—No, Musa
tiene razón. Los árabes tienen una memoria excepcional. No olvidan nada, por
eso aman al camello. Este tampoco olvida nada. Eso no solo es un don, sino a
veces una maldición. ¿Conocéis la historia de Hamad? —preguntó el emigrante.
Rafik Schami, Narradores de la
Noche
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