Los descubrí al fondo de la biblioteca, sin buscarlos: veintiocho
volúmenes en cuerpo grande, encuadernados en piel de color castaño claro
desvaída por el tiempo, maltratada por dos siglos y medio de uso. No sabía que
estaban allí —buscaba otra cosa y había estado curioseando en los estantes—, y
me sorprendió leer en su lomo: Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné. Se
trataba de la primera edición. La que empezó a salir de la imprenta en 1751 y
cuyo último volumen vio la luz en 1772. Yo conocía la obra, por supuesto. Al menos,
razonablemente. Hasta había estado a punto de comprársela a mi amigo el librero
anticuario Luis Bardón cinco años atrás, quien me la ofreció en caso de que
otro cliente que la tenía apalabrada se echara atrás. Para mi desgracia —o
fortuna, porque era muy cara—, el cliente había cumplido. Era Pedro J. Ramírez,
entonces director del diario El Mundo. Una noche, cenando en su casa, la vi
orgullosamente expuesta en su biblioteca. El propietario conocía mi episodio
con Bardón y bromeamos sobre ello. «Más suerte la próxima vez», me dijo. Pero
no hubo una próxima vez. Es una obra rara en el mercado del libro antiguo. Muy
difícil de conseguir completa.
El caso es que allí estaba esa mañana, en la biblioteca de la Real
Academia Española —ocupo el sillón de la letra T desde hace doce años—, parado
frente a la obra que compendiaba la mayor aventura intelectual del siglo XVIII:
el triunfo de la razón y el progreso sobre las fuerzas oscuras del mundo
entonces conocido. Una exposición sistemática en 72.000 artículos, 16.500
páginas y 17 millones de palabras que contenía las ideas más revolucionarias de
su tiempo, que llegó a ser condenada por la Iglesia católica y cuyos autores y
editores se vieron amenazados con la prisión y la muerte. Me pregunté cómo esa
obra, que durante tanto tiempo había estado en el Índice de libros prohibidos,
había llegado hasta allí. Cuándo y de qué manera. Los rayos de sol, que al
penetrar por las ventanas de la biblioteca formaban grandes rectángulos luminosos
en el suelo, creaban una atmósfera casi velazqueña en la que relucían los
añejos lomos dorados de los veintiocho volúmenes en sus estantes. Alargué las
manos, cogí uno de ellos y lo abrí por la portadilla interior:
Encyclopédie,
ou
dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des
métiers,
par une société de gens de lettres.
Tome premier
MDCCLI
Avec approbation et privilege du roy
Las dos últimas líneas me suscitaron una sonrisa esquinada.
Cuarenta y dos años después de aquel MDCCLI, en 1793, el nieto del roy que
había concedido su aprobación y privilegio para la impresión de ese primer
volumen era guillotinado en una plaza pública de París, precisamente en nombre
de las ideas que, desde aquella misma Encyclopédie, habían incendiado Francia y
buena parte del mundo. La vida tiene esas bromas, concluí. Su propio sentido
del humor.
Hojeé algunas páginas al azar. El papel, inmaculadamente blanco
pese a su edad, sonaba como si estuviera recién impreso. Buen y noble papel de
hilo, pensé, resistente al tiempo y a la estupidez de los hombres, tan distinto
a la ácida celulosa del papel moderno, que en pocos años amarillea las páginas
y las hace quebradizas y caducas. Acerqué la nariz, aspirando con placer. Hasta
su olor era fresco. Cerré el volumen, lo devolví al estante y salí de la
biblioteca. Tenía otras cosas de que ocuparme, pero el recuerdo de aquellos
veintiocho volúmenes situados en un rincón discreto del viejo edificio de la
calle Felipe IV de Madrid, entre otros miles de libros, no se me iba de la cabeza.
Lo comenté más tarde con Víctor García de la Concha, el director honorario, con
quien me encontré en los percheros del vestíbulo. Éste me había abordado con
motivo de otro asunto —quería pedirme un texto sobre el habla de germanías de
Quevedo para no sé qué obra en curso—, pero llevé la conversación a lo que en
ese momento me interesaba. García de la Concha acababa de escribir una historia
de la Real Academia Española y debía de tener las cosas frescas.
—¿Cuándo consiguió la Academia la Encyclopédie?
Pareció sorprendido por la pregunta. Luego me cogió del brazo con
esa exquisita delicadeza suya que, durante su mandato, lo mismo abortaba cismas
de academias hermanas en Hispanoamérica —disuadir a los mejicanos cuando
pretendieron hacer su propio Diccionario fue encaje de bolillos—, que convencía
a una fundación bancaria para financiar siete volúmenes de Obras completas de Cervantes
con motivo del cuarto centenario del Quijote. Quizá por eso lo habíamos
reelegido varias veces, hasta que se le pasó la edad.
—No estoy muy al corriente —dijo mientras caminábamos por el
pasillo hacia su despacho—. Sé que lleva aquí desde finales del siglo
dieciocho.
—¿Quién puede orientarme?
—¿Para qué te interesa, si no es mostrarme indiscreto?
—Todavía no lo sé.
—¿Una novela?
—Es pronto para decir eso.
Clavó en mi pupila su pupila azul, un punto suspicaz. A veces,
para inquietar un poco a mis colegas de la Academia, hablo de una novelita que
en realidad no tengo intención de escribir, pero en la que amenazo con meterlos
a todos. El título es Limpia, mata y da esplendor: una historia de crímenes con
el fantasma de Cervantes, que vagaría por nuestro edificio haciéndose visible
sólo a los conserjes. La idea es que los académicos vayan siendo asesinados uno
tras otro, empezando por el profesor Francisco Rico, nuestro más conspicuo
cervantista. Ése moriría el primero, ahorcado con el cordón de una cortina de
la sala de pastas.
—No estarás hablando de esa polémica novela de crímenes, ¿verdad?
La de...
—No. Tranquilo.
García de la Concha, que a menudo es un caballero, se guardó de
suspirar aliviado. Pero se le notaba el alivio.
—Me gustó mucho la última tuya. El bailarín murciano. Fue algo, no
sé...
Ése era el director honorario. Siempre buen muchacho. Dejó el
final de la frase en el aire, dándome una generosa oportunidad para encoger los
hombros con la adecuada modestia.
—Mundano.
—¿Perdón?
—Se llamaba El bailarín mundano.
—Ah, sí. Claro. Ésa... Hasta el presidente del gobierno salió el
verano pasado en el Hola con un ejemplar encima de la hamaca, en Zahara de los
Atunes.
—Sería de su mujer —objeté—. Ése no ha leído un libro en su vida.
—Por Dios... —García de la Concha sonreía evasivo, escandalizado
sólo hasta el punto conveniente—. Por Dios.
—¿Alguna vez lo has visto en un acto cultural?... ¿En un estreno
teatral? ¿En la ópera? ¿Viendo una película?
—Por Dios.
Eso último lo repitió ya en su despacho, mientras nos acomodábamos
en unos sillones. El sol seguía entrando por las ventanas, y pensé que era uno
de esos días en que las historias por contar se apoderan de ti y ya no te
sueltan. Quizá, me dije, aquella conversación estaba hipotecando mis próximos
dos años de vida. A esta edad hay más historias por escribir que tiempo para
ocuparse de ellas. Elegir una implica dejar morir otras. Por eso es necesario
escoger con cuidado. Equivocarse lo justo.
—¿No sabes nada más? —pregunté.
Encogió los hombros mientras jugueteaba con la plegadera de marfil
que suele tener sobre la mesa, en cuyo mango están grabados el mismo escudo y
lema que figuran esmaltados en las medallas que usamos en los actos solemnes.
Desde su fundación en 1713, la Real Academia Española es una casa de
tradiciones, y eso incluye usar corbata en el edificio, tratarnos de usted en
momentos oficiales, y cosas así. La costumbre absurda de que no hubiera mujeres
se rompió hace tiempo. Cada vez hay más de ellas sentadas en los plenos de los
jueves. El mundo ha cambiado, y nuestra institución también. Ahora es una
factoría lingüística de primer orden, de la que los académicos no somos sino el
consejo rector. La vieja imagen de un club masculino de eruditos abuelos
apolillados no es hoy más que un cliché rancio.
—Creo recordar que don Gregorio Salvador, nuestro académico
decano, me habló de ello alguna vez —dijo García de la Concha tras pensarlo un
poco—. Un viaje a Francia, o algo así... Para traer esos libros.
—Qué raro —no me salían las cuentas—. Si fue a finales del
dieciocho, como dijiste antes, la Encyclopédie estaba prohibida en España. Y
aún lo estuvo durante cierto tiempo.
García de la Concha se había inclinado hasta apoyar los codos en
la mesa y me observaba por encima de los dedos entrelazados. Como de costumbre,
sus ojos transmitían una exhortación entusiasta a la acción ajena, siempre que
no le complicara a él la vida.
—Quizá Sánchez Ron, el bibliotecario, pueda ayudarte —sugirió—. Él
maneja los archivos, y allí están las actas de todos los plenos, desde la
fundación. Si hubo viaje para traer los libros, habrá constancia.
—Si se hizo de forma clandestina, lo dudo.
El adjetivo lo hizo sonreír.
—No creas —opuso—. La Academia siempre mantuvo una independencia
real respecto al poder, y eso que le tocó vivir varios tiempos difíciles.
Acuérdate de Fernando VII, o de los intentos del dictador Primo de Rivera por
controlarla... O de cuando, tras la guerra civil, Franco ordenó cubrir las
plazas de académicos republicanos que estaban en el exilio, la Academia se negó
a ello, y los sillones se mantuvieron sin ocupar hasta que los propietarios
exiliados murieron o regresaron a España.
Reflexioné sobre las implicaciones del asunto, en su momento. Las
posibles y complejas circunstancias. Aquélla, decía mi instinto, era una buena
historia.
—Sería un bonito episodio, ¿verdad? —comenté—. Que esos libros
hubieran llegado aquí en secreto.
—No sé. Nunca me ocupé de eso. Si tanto te interesa el asunto,
vete a ver al bibliotecario y prueba suerte con él... También puedes acudir a
don Gregorio Salvador.
Lo hice. A esas horas tenía picada la curiosidad. Empecé por Darío
Villanueva, el director. Que, como gallego en ejercicio que es, me hizo treinta
preguntas y no respondió a ninguna de las mías. También él se interesó por la
novela de los crímenes, y cuando le dije que en ella moría el profesor Rico me
pidió ser el asesino. Igual le daba cuerda de cortina que cuerda de guitarra.
—No puedo prometerte nada —respondí—. Hay cola para lo de Paco:
todos quieren serlo.
Me miró persuasivo, con una mano en mi hombro.
—Haz lo que puedas, anda. Me hace ilusión. Te prometo devolver las
tildes a los demostrativos pronominales.
Después fui a ver a José Manuel Sánchez Ron, el bibliotecario: un
tipo alto, delgado, con el pelo cano y una mirada inteligente que proyecta
sobre el mundo con fría lucidez. Fuimos elegidos académicos casi al mismo
tiempo, y somos muy amigos. Él cubre la parte Científica de la Academia —es
catedrático de historia de la Ciencia— y en esas fechas todavía se ocupaba de
nuestra biblioteca. Eso incluía responsabilidad sobre joyas como una primera
edición del Quijote, valiosos manuscritos de Lope o de Quevedo, y cosas así que
tenemos abajo, en una caja fuerte del sótano.
—La Encyclopédie llegó a finales del siglo dieciocho —me
confirmó—. Eso es seguro. Y, desde luego, estaba prohibida tanto en Francia
como en España. Allí sólo nominalmente, y aquí de forma absoluta.
—Me interesa saber quién la trajo. Cómo pasó los filtros de la
época... Cómo lograron meterla en nuestra biblioteca.
Lo pensó un instante balanceándose en el sillón, medio oculto al
otro lado de las pilas de libros que cubrían su mesa de trabajo.
—Supongo que, como todas las decisiones de la Academia, se aprobó
en un pleno —dijo al fin—. No creo que algo de tanta trascendencia se hiciera
sin el acuerdo de todos los académicos... Así que debe de haber un acta que
recoja eso.
Me erguí como un perro de caza que olfatea en el aire un buen
rastro.
—¿Podemos buscar en los archivos?
—Claro. Pero las actas no están digitalizadas del todo. Se
conservan los originales, tal cual. En papel.
—Si localizamos esas actas, podremos situar el momento. Y las
circunstancias.
—¿Por qué te interesa tanto? ¿Otra novela?... ¿Histórica esta vez?
—De momento es curiosidad.
—Pues me pongo a ello. Hablo con la encargada del archivo y te
cuento... Y oye, por cierto. ¿Qué es eso de Paco Rico?... ¿Cuentas conmigo para
ser el asesino?
Me despedí de él y regresé a la biblioteca. A su añejo olor a
papel y cuero antiguos. Los rectángulos de sol de las ventanas habían cambiado
de lugar, estrechándose hasta casi desaparecer, y los veintiocho volúmenes de
la Encyclopédie estaban ahora en penumbra, en sus estantes. El antiguo dorado
de las letras de los lomos ya no relucía cuando pasé los dedos por ellos,
acariciando la vieja y ajada piel. Entonces, de pronto, supe la historia que
deseaba contar. Ocurrió con naturalidad, como a veces suceden estas cosas. Pude
verla nítida, estructurada en mi cabeza con planteamiento, nudo y desenlace:
una serie de escenas, casillas vacías que estaban por llenar. Había una novela
en marcha, y su trama me aguardaba en los rincones de aquella biblioteca. Esa
misma tarde, al regresar a casa, empecé a imaginar. A escribir.
Arturo Pérez
Reverte, Hombres Buenos
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