Hay una clase de heridas que la magia no cura: son las heridas del
corazón.
Esa dura verdad la he descubierto aquí, en la casa de Tareq, en
este hermoso y triste rincón de la ciudad de Isbiliya. Triste, al menos, para
mí… Vivo en la casa de mi antiguo señor como un huésped de honor al que no se
le priva de ningún lujo o comodidad; y, sin embargo, mi espíritu no logra
reposar ni de día ni de noche. Solo pienso en Olaya; mi pequeña y delicada
Olaya… ¿Dónde estará a estas horas? ¿Qué pensamientos cruzarán su mente? ¿Se acordará
de mí? Aún me parece estar oyendo su voz de cristal cuando, bajo las altas
bóvedas del castillo, pronunciaba suavemente mi nombre: «Akil…».
Mi hermosa niña. Y pensar que todo mi poder, mis oscuros saberes
acumulados a lo largo de siglos, no pueden ayudarme a estar cerca de ella… ¿De
qué me sirve la inmortalidad si ni uno solo de mis días futuros lo pasaré junto
a Olaya? No quiero mi poder; no quiero mi magia… De buena gana renunciaría a
esos dones a cambio de vivir junto a la joven que ha cautivado para siempre mi
alma.
Pero no tengo elección. No la tengo.
A veces, cuando siento que ya no puedo soportar por más tiempo la
tristeza de haberla perdido, me asalta la tentación de ir a buscarla. Eso
podría hacerlo. Aunque el dolor ha debilitado mis poderes hasta convertirme en
una sombra de lo que fui, aún sería capaz de encontrar las fuerzas para entrar
en el castillo de Olaya sin ser visto. Iría a buscarla, la envolvería en mi
capa y los dos partiríamos flotando sobre los melancólicos paisajes de su
tierra hacia algún país remoto donde nadie nos encontraría jamás. Olaya echaría
de menos a los suyos, pero yo me esforzaría para hacerla feliz…
Ojalá pudiera ser; pero no es posible. Los seres humanos son tan
frágiles como las plantas exóticas. No pueden ser arrancados de su lugar de
origen y transportados a cualquier otro sitio sin tener en cuenta sus
sentimientos. Yo conozco los de Olaya, sé lo mucho que significa para ella su
padre, lo que sufriría si yo la alejase de él y le impidiera cuidarlo en su
vejez. Sé que eso la mataría por dentro… y además, ¿qué podría ofrecerle a cambio?
No soy un mortal. Aunque quisiera, no podría brindarle una vida normal, una
familia, hijos… Ella iría envejeciendo a mi lado y mi eterna juventud la haría
sufrir. Y yo, con todo mi amor, no podría hacer nada para cambiar eso.
Mi única esperanza es que me olvide. Que ella, al menos, pueda
encontrar el amor en otro corazón y vivir una existencia feliz. Digo que es mi
única esperanza, pero, al mismo tiempo, me atormenta… ¿y si el mortal que ella elige
no merece la felicidad de ser amado por ella? ¿Y si es un cobarde, un hombre
indigno, un codicioso más interesado en su dote que en la propia Olaya? Claro
que también podría ser un hombre de bien, un joven caballero leal y valiente,
dispuesto a luchar para defender a su esposa frente a cualquier peligro…
Odio admitirlo, pero esa última posibilidad me mortifica aún más.
No quiero que Olaya encuentre al mortal perfecto que la aleje de mí. Pero
tampoco quiero que sufra como yo para el resto de sus días. Por Alá, ni
siquiera sé lo que quiero.
Ana Alonso y
Javier Pelegrín, Luna Roja
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