Tampoco era raro ver a algunos muchachos deseosos de aventura por
los aledaños de la plaza de San Martín, donde tenían su cónclave nocturno. La
mayoría eran mozos de cocina, de cuadra o de taberna o esportilleros del mercado,
y acudían, solícitos, al encuentro con aquello que habían logrado sisarles a
sus respectivos amos durante el día. Uno de estos mozos tenía su asiento en el
mesón de la Solana, que estaba situado en la misma plaza y era uno de los más
frecuentados de la ciudad. Allí servía también su madre, viuda y con otro hijo
todavía por criar. Mientras ella se ocupaba de limpiar las habitaciones y de
atender a los huéspedes, él se pasaba el día yendo por vino, comida, candelas o
lo que éstos tuvieran a bien demandar. Aparte de las propinas que le daban,
siempre escasas, el muchacho, para resarcirse, se quedaba con una parte de lo
que le habían encargado. El vino solía guardarlo en una bota que, con este fin,
llevaba escondida bajo la camisa, hasta que, un mal día, un huésped que, por
casualidad, se había dado cuenta del trasiego quiso darle una dura lección; de modo
que, cuando cogió la jarra, empezó a gritar:
—Maldito bribón, ¿dónde está el resto del vino que te pedí?
—Subiendo la escalera, tropecé, y al suelo iría a parar —contestó
el muchacho con fingida inocencia.
—¿Ah, sí? —replicó el huésped—. ¿Y no habrá ido más bien a parar
al interior de tu barriga?
—No entiendo, señor, ¿por qué lo decís?
—Ahora lo verás —lo amenazó—. Ven aquí.
—¿Para qué, señor? Desde aquí veo bien.
—Yo a ti, sin embargo, te veo muy mal —repuso el hombre cogiendo
un cuchillo que había encima de la mesa.
—Pero ¡¿qué hacéis?!
—Toma, bandido —exclamó el hombre, acuchillándolo por donde sabía
que estaba la bota—, para que aprendas a hacer sangrías en los bienes ajenos.
El muchacho, al ver que la camisa se empapaba de rojo, empezó a
chillar muy asustado:
—¡A mí, madre, a mí, que este mezquino acaba de clavarme un
cuchillo en la barriga!
Y tan convencido estaba de que así era que, al ver que de la
supuesta herida no paraba de manar sangre, perdió el sentido y se desmayó. La
madre llegó entonces corriendo y, al verlo tendido en el suelo en tan
lamentable estado, comenzó a pedir socorro y a clamar justicia contra el
agresor.
—Mirad antes —le advirtió éste— lo que guarda el muy bellaco bajo
la camisa.
La madre, en cuanto vio la bota agujereada, lo comprendió todo y
empezó a darle tales bofetones al muchacho que éste se despertó creyendo que
había ido a parar a una de las antesalas del infierno, donde un demonio o,
mejor aún, una diablesa lo estaba castigando por sus muchos pecados, hasta que,
por las risas del huésped, comprendió claramente lo que había pasado. No
obstante, se tentó la carne bajo la camisa para ver si en verdad estaba herido.
Desde entonces, tenía buen cuidado de no llevar encima las pruebas
del delito. Para ello, había preparado un pequeño escondrijo, en una de las
entradas del mesón, donde al pasar aligeraba las jarras o lo que llevara en las
manos y los bolsillos. Después, cuando llegaba el momento, recogía con cuidado
su botín y acudía con él a reunirse con los otros mozos, tan avispados como él.
Luis García
Jambrina, El Manúscrito de Nieve
No hay comentarios:
Publicar un comentario