—Ésta, también, es otra preparación del famoso bacilo del cólera
—explicó el bacteriólogo colocando el portaobjetos en el microscopio.
El hombre de rostro pálido miró por el microscopio. Evidentemente
no estaba acostumbrado a hacerlo, y con una mano blanca y débil tapaba el ojo
libre.
—Veo muy poco —observó.
—Ajuste este tornillo —indicó el bacteriólogo—, quizás el
microscopio esté desenfocado para usted. Los ojos varían tanto... Sólo una
fracción de vuelta para este lado o para el otro.
—¡Ah! Ya veo —dijo el visitante—. No hay tanto que ver después de
todo. Pequeñas rayas y fragmentos rosa. De todas formas, ¡esas diminutas
partículas, esos meros corpúsculos, podrían multiplicarse y devastar una
ciudad! ¡Es maravilloso!
Se levantó, y, retirando la preparación del microscopio, la sujetó
en dirección a la ventana.
—Apenas visible —comentó mientras observaba minuciosamente la
preparación. Dudó.
—¿Están vivos? ¿Son peligrosos?
—Los han matado y teñido —aseguró el bacteriólogo—. Por mi parte
me gustaría que pudiéramos matar y teñir a todos los del universo.
—Me imagino —observó el hombre pálido sonriendo levemente que
usted no estará especialmente interesado en tener aquí a su alrededor microbios
semejantes en vivo, en estado activo.
—Al contrario, estamos obligados a tenerlos —declaró el
bacteriólogo—. Aquí, por ejemplo.
Cruzó la habitación y cogió un tubo entre unos cuantos que estaban
sellados.
—Aquí está el microbio vivo. Éste es un cultivo de las auténticas
bacterias de la enfermedad vivas —dudó—. Cólera embotellado, por decirlo así.
Un destello de satisfacción iluminó momentáneamente el rostro del
hombre pálido.
—¡Vaya una sustancia mortal para tener en las manos! —exclamó
devorando el tubito con los ojos.
El bacteriólogo observó el placer morboso en la expresión de su
visitante. Este hombre que había venido a verle esa tarde con una nota de
presentación de un viejo amigo le interesaba por el mismísimo contraste de su
manera de ser. El pelo negro, largo y lacio; los ojos grises y profundos; el aspecto
macilento y el aire nervioso; el vacilante pero genuino interés de su visitante
constituían un novedoso cambio frente a las flemáticas deliberaciones de los
científicos corrientes con los que se relacionaba principalmente el
bacteriólogo. Quizás era natural que, con un oyente evidentemente tan
impresionable respecto de la naturaleza letal de su materia, él abordara el
lado más efectivo del tema.
C ontinuó con el tubo en la mano
pensativamente:
—Sí, aquí está la peste aprisionada. Basta con romper un tubo tan
pequeño como éste en un abastecimiento de agua potable y decir a estas
partículas de vida tan diminutas que no se pueden oler ni gustar, e incluso
para verlas hay que teñirlas y examinarlas con la mayor potencia del
microscopio: Adelante, creced y multiplicaos y llenad las cisternas; y la
muerte, una muerte misteriosa, sin rastro, rápida, terrible, llena de dolor y
de oprobio se precipitaría sobre la ciudad buscando sus víctimas de un lado
para otro. Aquí apartaría al marido de su esposa y al hijo de la madre, allá al
gobernante de sus deberes y al trabajador de sus quehaceres. Correría por las
principales cañerías, deslizándose por las calles y escogiendo acá y allá para
su castigo las casas en las que no hervían el agua. Se arrastraría hasta los pozos
de los fabricantes de agua mineral, llegaría, bien lavada, a las ensaladas, y
yacería dormida en los cubitos de hielo. Estaría esperando dispuesta para que
la bebieran los animales en los abrevaderos y los niños imprudentes en las
fuentes públicas. Se sumergiría bajo tierra para reaparecer inesperadamente en
los manantiales y pozos de mil lugares. Una vez puesto en el abastecimiento de
agua, y antes de que pudiéramos reducirlo y cogerlo de nuevo, el bacilo habría
diezmado la ciudad.
Se detuvo bruscamente. Ya le habían dicho que la retórica era su
debilidad.
—Pero aquí está completamente seguro, ¿sabe usted?, completamente
seguro.
El hombre de rostro pálido movió la cabeza afirmativamente. Le
brillaron los ojos. Se aclaró la garganta.
—Estos anarquistas, los muy granujas —opinó—, son imbéciles,
totalmente imbéciles. Utilizar bombas cuando se pueden conseguir cosas como
ésta. Vamos, me parece a mí.
Se oyó en la puerta un golpe suave, un ligerísimo toque con las
uñas. El bacteriólogo la abrió.
—Un minuto, cariño —susurró su mujer.
Cuando volvió a entrar en el laboratorio, su visitante estaba
mirando el reloj.
—No tenía ni idea de que le he hecho perder una hora de su tiempo
—se excusó—. Son las cuatro menos veinte. Debería haber salido de aquí a las
tres y media. Pero sus explicaciones eran realmente interesantísimas. No,
ciertamente no puedo quedarme un minuto más. Tengo una cita a las cuatro.
Salió de la habitación dando de nuevo las gracias. El bacteriólogo
le acompañó hasta la puerta y luego, pensativo, regresó por el corredor hasta
el laboratorio. Reflexionaba sobre la raza de su visitante. Desde luego no era
de tipo teutónico, pero tampoco latino corriente.
—En cualquier caso un producto morboso, me temo —dijo para sí el
bacteriólogo. ¡Cómo disfrutaba con esos cultivos de gérmenes patógenos! De
repente se le ocurrió una idea inquietante. Se volvió hacia el portatubos que
estaba junto al vaporizador e inmediatamente hacia la mesa del despacho. Luego
se registró apresuradamente los bolsillos y a continuación se lanzó hacia la
puerta.
—Quizá lo haya dejado en la mesa del vestíbulo —se dijo.
—¡Minnie! —gritó roncamente desde el vestíbulo.
—Sí, cariño —respondió una voz lejana.
—¿Tenía algo en la mano cuando hablé contigo hace un momento,
cariño?
—Nada, cariño, me acuerdo muy bien.
—¡Maldita sea! —gritó el bacteriólogo abalanzándose hacia la
puerta y bajando a la carrera las escaleras de la casa hasta la calle.
Al oír el portazo, Minnie corrió alarmada hacia la ventana. Calle
abajo, un hombre delgado subía a un coche. El bacteriólogo, sin sombrero y en
zapatillas, corría hacia ellos gesticulando alborotadamente. Se le salió una
zapatilla, pero no esperó por ella.
—¡Se ha vuelto loco! —dijo Minnie—. Es esa horrible ciencia suya.
Y, abriendo la ventana, le habría llamado, pero en ese momento el hombre
delgado miró repentinamente de soslayo y pareció también volverse loco. Señaló
precipitadamente al bacteriólogo, dijo algo al cochero, cerró de un portazo,
restalló el látigo, sonaron los cascos del caballo y en unos instantes el
coche, ardorosamente perseguido por el bacteriólogo, se alejaba calle arriba y
desaparecía por la esquina.
Minnie, preocupada, se quedó un momento asomada a la ventana.
Luego se volvió hacia la habitación. Estaba desconcertada. Por supuesto que es
un excéntrico, pensó. Pero correr por Londres, en plena temporada además, ¡en
calcetines! Tuvo una idea feliz. Se puso deprisa el sombrero, cogió los zapatos
de su marido, descolgó su sombrero y gabardina de los percheros del vestíbulo,
salió al portal e hizo señas a un coche que morosa y oportunamente pasaba por
allí.
—Lléveme calle arriba y por Havelock Crescent a ver si encontramos
a un caballero corriendo por ahí en chaqueta de pana y sin sombrero.
—Chaqueta de pana y sin sombrero. Muy bien, señora.
Y el cochero hizo restallar el látigo inmediatamente de la manera
más normal y cotidiana, como si llevara a los clientes a esa dirección todos
los días.
Unos minutos más tarde, el pequeño grupo de cocheros y holgazanes
que se reúne en torno a la parada de coches de Haverstock Hill quedaba atónito
ante el paso de un coche conducido furiosamente por un caballo color jengibre
disparado como una bala.
Permanecieron en silencio mientras pasaba, pero cuando desaparecía
empezaron los comentarios:
—Ése era Harry Hicks. ¿Qué le habrá picado? —se preguntó el grueso
caballero conocido por El Trompetas.
—Está dándole bien al látigo, sí, le está pegando a fondo
—intervino el mozo de cuadra.
—¡Vaya! —exclamó el bueno de Tommy Byles—, aquí tenemos a otro
perfecto lunático. Sonado como ninguno.
—Es el viejo George —explicó El Trompetas.—, y lleva a un lunático
como decís muy bien. ¿No va gesticulando fuera del coche? Me pregunto si no irá
tras Harry Hicks.
El grupo de la parada se animó y gritaba a coro:
—¡A por ellos, George! ¡Es una carrera! ¡Los cogerás! ¡Dale al
látigo!
—Es toda una corredora esa yegua—dijo el mozo de cuadra.
—¡Que me parta un rayo! —exclamó El Trompetas.—. Ahí viene otro.
¿No se han vuelto locos esta mañana todos los coches de Hampstead?
—Esta vez es una señora —dijo el mozo de cuadra.
—Está siguiéndolo —añadió El Trompetas.
—¿Qué tiene en la mano?
—Parece una chistera.
—¡Qué jaleo tan fantástico! ¡Tres a uno por el viejo George!
—gritó el mozo de cuadra—. ¡El siguiente!
Minnie pasó entre todo un estrépito de aplausos. No le gustó, pero
pensaba que estaba cumpliendo con su deber, y siguió rodando por Haverstock
Hill y la calle mayor de Camden Town con los ojos siempre fijos en la vivaz
espalda del viejo George, que de forma tan incomprensible la separaba del
haragán de su marido.
El hombre que viajaba en el primer coche iba agazapado en una
esquina, con los brazos cruzados bien apretados y agarrando entre las manos el
tubito que contenía tan vastas posibilidades de destrucción. Su estado de ánimo
era una singular mezcla de temor y de exaltación. Sobre todo temía que lo
cogieran antes de poder llevar a cabo su propósito, aunque bajo este temor se
ocultaba un miedo más vago, pero mayor ante lo horroroso de su crimen. En todo
caso, su alborozo excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes que él
había tenido esta idea suya. Todas aquellas personas distinguidas cuya fama
había envidiado, se hundían en la insignificancia comparadas con él. Sólo tenía
que asegurarse del abastecimiento de agua y romper el tubito en un depósito.
¡Con qué brillantez lo había planeado, había falsificado la carta de
presentación y había conseguido entrar en el laboratorio! ¡Y qué bien había
aprovechado la oportunidad! El mundo tendría por fin noticias suyas. Todas
aquellas gentes que se habían mofado de él, que le habían menospreciado,
preterido o encontrado su compañía indeseable por fin tendrían que tenerle en
cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre le habían tratado como a un hombre sin
importancia. Todo el mundo se había confabulado para mantenerlo en la
oscuridad. Ahora les enseñaría lo que es aislar a un hombre. ¿Qué calle era
ésta que le resultaba tan familiar? ¡La calle de San Andrés, por supuesto!
¿Cómo iba la persecución? Estiró el cuello por encima del coche. El
bacteriólogo les seguía a unas cincuenta yardas escasas. Eso estaba mal.
Todavía podían alcanzarle y detenerle. Rebuscó dinero en el bolsillo y encontró
medio soberano. Sacó la moneda por la trampilla del techo del coche y se la
puso al cochero delante de la cara.
—Más —gritó— si conseguimos escapar.
—De acuerdo —respondió el cochero arrebatándole el dinero de la
mano.
La trampilla se cerró de golpe, y el látigo golpeó el lustroso
costado del caballo. El coche se tambaleó, y el anarquista, que estaba medio de
pie debajo de la trampilla, para mantener el equilibrio apoyó en la puerta la
mano con la que sujetaba el tubo de cristal. Oyó el crujido del frágil tubo y
el chasquido de la mitad rota sobre el piso del coche. Cayó de espaldas sobre
el asiento, maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las dos o tres gotas de
la poción que quedaban en la puerta.
Se estremeció.
—¡Bien! Supongo que seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré
un mártir. Eso es algo. Pero es una muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan
dolorosa como dicen?
En aquel instante tuvo una idea. Buscó a tientas entre los pies.
Todavía quedaba una gotita en el extremo roto del tubo y se la bebió para
asegurarse. De todos modos no fracasaría.
Entonces se le ocurrió que ya no necesitaba escapar del
bacteriólogo. En la calle Wellington le dijo al cochero que parara y se apeó.
Se resbaló en el peldaño, la cabeza le daba vueltas. Este veneno del cólera
parecía una sustancia muy rápida. Despidió al cochero de su existencia, por
decirlo así, y se quedó de pie en la acera con los brazos cruzados sobre el
pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su actitud.
El sentido de la muerte inminente le confería cierta dignidad. Saludó a su
perseguidor con una risa desafiante.
—¡Vive l'Anarchie! Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he
bebido. ¡El cólera está en la calle!
El bacteriólogo le miró desde su coche con curiosidad a través de
las gafas.
—¡Se lo ha bebido usted! ¡Un anarquista! Ahora comprendo.
Estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se
dibujó en sus labios. Cuando abrió la puerta del coche, como para apearse, el
anarquista le rindió una dramática despedida y se dirigió apresuradamente hacia
London Bridge procurando rozar su cuerpo infectado contra el mayor número de
gente. El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndole que apenas si se
sorprendió con la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con el sombrero,
los zapatos y el abrigo.
—Has tenido una buena idea trayéndome mis cosas —dijo, y continuó
abstraído contemplando cómo desaparecía la figura del anarquista.
—Sería mejor que subieras al coche —indicó, todavía mirando.
Minnie estaba ahora totalmente convencida de su locura y, bajo su
responsabilidad, ordenó al cochero volver a casa.
—¿Que me ponga los zapatos? Ciertamente, cariño —respondió él al
tiempo que el coche comenzaba a girar y hacía desaparecer de su vista la
arrogante figura negra empequeñecida por la distancia. Entonces se le ocurrió
de repente algo grotesco y se echó a reír. Luego observó— No obstante es muy
serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es anarquista. No, no te
desmayes o no te podré contar el resto. Yo quería asombrarle, y, sin saber que
era anarquista, cogí un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que te
he hablado, esa que propaga y creo que produce las manchas azules en varios
monos, y a lo tonto le dije que era el cólera asiático. Entonces él escapó con
ella para envenenar el agua de Londres, y desde luego podía haber hecho la vida
muy triste a los civilizados londinenses. Y ahora se la ha tragado. Por
supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que volvió azul al gato, y a los
tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul vivo. Pero lo que me
fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos para conseguirla
otra vez. ¡Que me ponga el abrigo en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque
podríamos encontrarnos a la señora Jabber? Cariño, la señora Jabber no es una
corriente de aire. ¿Y por qué tengo que ponerme el abrigo en un día de calor
por culpa de la señora...? ¡Oh!, muy bien...
H. G. Wells
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