Como todo el mundo pensaba que se lo había inventado, ella había
recibido más insultos y burlas por parte de los otros niños, más sermones y
castigos por parte de adultos de los que cualquier muchacha de once años
debería tener que soportar. Pero ahora, después de cuatro años, se le
presentaba la mejor y última oportunidad de demostrarles a todos que decía la
verdad. Un profesor universitario se había tomado su historia lo bastante en
serio para escribir un libro sobre ella.
Ella estaba sentada en una manta, a orillas del río Cherwell,
junto a una cesta que contenía los restos de una merienda campestre colocada
junto al codo del pastor Charles Dodgson. La niña sostenía un libro entre las
manos. Lo había escrito e ilustrado él mismo, según le había dicho. El volumen
tenía un peso agradable, parecía sustancioso. Estaba envuelto en papel de
embalar y atado con cinta negra. Dodgson la observaba, ansioso. Edith y Lorina,
las hermanas de ella, estaban intentando atrapar pececillos al borde del agua.
Ella desató el lazo y desenvolvió el libro con cuidado.
—¡Oh! —¿Las aventuras de Alicia bajo tierra? ¿Qué clase de título
era ése? ¿Por qué había escrito así su nombre? Le había deletreado su nombre a
Dodgson, incluso se lo había escrito para que lo viera—. «¿Por Lewis Carroll? »
—leyó en voz alta con inquietud creciente.
—Me pareció más festivo que decir que el autor es un pastor
anglicano.
¿Festivo? Poco de lo que ella le había contado era festivo. Su
inquietud empezaba a ceder el paso al temor. Lo que importaba de verdad era que
él hubiera transcrito fielmente sus experiencias en Marvilia, tal como ella las
recordaba.
Abrió el cuaderno y admiró sus páginas toscamente cortadas, la
esmerada caligrafía. Pero la dedicatoria era un poema en el que volvía a
aparecer su nombre mal escrito, y aquellas rimas alegres no le parecieron
apropiadas, teniendo en cuenta el material que introducían. Una de las estrofas
le llamó especialmente la atención:
Esa niña soñada, que recorre un mundo
nuevo e inexplorado, de hermosas maravillas,
en el que hasta los pájaros y las bestias hablan
con voz humana, y casi nos parece real.
¿«Niña soñada»? ¿Y a qué se refería con eso de que «casi nos
parece real»?
Comenzó a leer el capítulo primero y de inmediato sintió que la
vaciaban por dentro, como uno de los medios pomelos que el decano Liddell se
comía cada mañana en el desayuno, y de los que sólo dejaba la piel hueca y unos
restos pulposos. ¿Por la madriguera de un conejo? ¿De dónde había salido ese
conejo apresurado?
—Alice, ¿ocurre algo?
Ella saltaba de un párrafo a otro al tiempo que pasaba las páginas
rápidamente. El estanque de las Lágrimas, la oruga, su tía Roja... Todo
aparecía deformado, reducido a una sarta de disparates.
—Ha convertido al general Doppelgänger, el comandante del ejército
real, en dos gorditos con gorros de colegiales.
—Reconozco que me tomé algunas libertades con tu historia, para
que fuera nuestra, de los dos, tal y como te prometí. ¿Reconoces al mentor que
me describiste una vez? Es el personaje del conejo blanco. Se me ocurrió la
idea al descubrir que las letras del nombre del mentor se podían cambiar de
lugar para formar las palabras «conejo blanco». Mira, te lo enseñaré.
Dodgson sacó un lápiz y una libreta pequeña del bolsillo interior
de su abrigo, pero ella no quería mirar. En efecto, él le había prometido que
el libro sería de los dos, y esto le había dado fuerzas a ella; fuerzas para
sobrellevar las humillaciones que implicaba sostener una verdad en la que nadie
más creía. Pero lo que tenía en sus manos era algo totalmente ajeno a ella.
—¿Quiere decir que lo ha hecho a propósito? —preguntó.
El sonriente gato de Cheshire. La merienda de locos. El pastor
había transformado sus recuerdos de un mundo henchido de orgullo, posibilidades
y peligros en un universo de fantasías, en tonterías para niños. No era más que
uno de tantos incrédulos, y esto (este libro absurdo y ridículo) era su forma
de burlarse de ella. Nunca se había sentido tan traicionada en toda su vida.
—¡Ahora nadie me creerá! —chilló—. ¡Lo ha echado todo a perder! Es
usted el hombre más cruel que he conocido, señor Dodgson, y si creyera usted
una sola palabra de lo que le conté, sabría que eso significa que es
terriblemente cruel. ¡No quiero volver a verle! ¡Nunca, nunca, nunca!
Arrancó a correr, dejando a Edith y Lorina, que tendrían que
apañárselas solas para regresar a casa, y dejando al pastor Dodgson —quien
consideraba que los niños eran espíritus recién modelados por las manos de
Dios, seres de sonrisa divina, y creía que no había empeño más noble que el de
concentrar todas sus energías en una tarea cuya única recompensa era el susurro
agradecido de una niña y el roce ligero de sus labios puros— atónito,
preguntándose qué había ocurrido.
El pastor recogió el libro, que aún conservaba el calor de los
dedos de Alice Liddell, sin saber que ya nunca volvería a estar tan cerca de
ella.
Frank Beddor, La Guerra de los Espejos
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