Nos hacen forrar los libros escolares de los hijos como si su
intención fuera que les sirvieran a los hermanos al curso siguiente.
Les dividen en aulas por orden alfabético como si el abecedario
fuera más importante que el latido.
Te dan un calendario con un principio y un fin, como si esta vez
-de verdad- empezara algo nuevo.
Y luego estamos la mayoría de los padres, sobreprotectores,
tramposos, en rendición, tan cínicos, subcontratando en la tarea de educar y a
menudo maleducados.
Es el día de la marmota que trae septiembre, una inmensa
representación coral protagonizada por un montón de niños en la que ya sabes
cómo concluye la obra, porque todos los años es el mismo belén: chavales que
terminan sin saber más, la escuela como una deshumanizada cadena de montaje, el
becerro de oro que es el aprendizaje memorístico, el sacrificio de los mejores
alumnos en el altar de la masa torpe y esa imagen reveladora: la enseñanza
varada en la playa de la escuela, como una enorme ballena que hubiera perdido definitivamente
el norte y ya sólo esperase la muerte.
Me sucedió este verano. Conocí a una chica de 22 años que estaba
estudiando Magisterio y que soñaba con dedicar sus días a estar rodeada de
niños. "¿Y qué lees ahora?", le pregunté entusiasmado. Tras un
silencio incómodo, la respuesta cayó como una maza: "Bueno, es que a mí
leer... me aburre un montón".
(...)
Digo aquí que no sólo le debo la vida a mis padres. También le
debo la vida a mi mejor maestro. Lo hemos hablado él y yo, apurando unas cañas
en un bar de Carabanchel, donde sólo nos falta tomar apuntes en la servilleta
como el que hace una alineación de fútbol.
Una clase en la que en vez de hablar de la entrada que hizo Gerard
Piqué se hablara de las patadas de la reportera húngara Petra Laszlo. Una
escuela donde se aprendiera menos pero mejor, donde menos fuera más. Un
quehacer más lento y más hondo. Unas lecciones con menos dogmas y muchas más
dudas. Un sistema que no tuviera el libro como tarea y la televisión como
recompensa (Pennac).
En su incalculable 'Juan de Mairena', Antonio Machado (a un
amigo de los buenos le he llegado a escuchar que citar a Machado es de simples)
nos dictaba al modo del viejo profesor: "Aprendió tantas cosas -escribía
mi maestro, a la muerte de un amigo erudito-, que no tuvo tiempo para pensar en
ninguna de ellas".
Pedro Simón,
El Mundo 12/09/2015
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