Como una niña que se niega a comer lo que le ponen en el plato, la
protagonista de este libro no entendía las líneas que pasaban ante sus ojos y
escupía las palabras. Le gustaban la brevedad, la música y las imágenes de la
poesía, pero obstinadamente se negaba a tragar las grandes novelas. A veces,
los planes ideados por su padre, un prestigioso pediatra, la llevaban a leer
novelas negras que sí la cautivaban; pero nunca “Madame Bovary“ de Gustave
Flaubert, por ejemplo.
Entusiasta y optimista desde bebé, la protagonista —que no es otra
que la propia autora, Agnès Desarthe— pensaba que al
acceder al lenguaje estaría en condiciones de decirlo todo. Habría una palabra
para cada sensación, para cada cosa vista, tan eficaz como el dedo que apunta
al cielo con un grito inarticulado y que significa al mismo tiempo: avión,
velocidad, flecha, ruido, miedo, belleza, relámpago, cohete, estrella, azul.
Pero las palabras, sentía Agnès ya de adolescente, «eran imprecisas, poco
numerosas, rígidas y ocupaban mucho espacio». Hasta que todo cambió. Eso sí:
muchos años después.
En el libro la autora nos cuenta cómo se negaba a disfrutar de la
lectura con gran pesar de su padre que nunca perdió la esperanza, hasta que, ya
adulta, descubrió su placer y el valor de las palabras.
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