Estoy muerto, lo sé; tan muerto como Mario. Sigo respirando, me muevo, como, duermo,
hablo, escribo, pero soy un cadáver que se niega a aceptar lo inevitable y
finge vivir una vida ficticia, como un fantasma.
¿Alguna vez habéis tenido problemas? Hablo de problemas de verdad,
no de chorradas; hablo de esa clase de problemas que te hunden en la mierda tan
profundamente que haría falta un batiscafo para sacarte de ella. ¿Sabéis lo que
es eso? No, qué va; ni siquiera conocéis el auténtico significado de la palabra
«problemas».
Pero yo sí; soy el campeón mundial de los problemas, récord
Guinness de la especialidad. Por ejemplo, no puedo hablar por teléfono, ni por
un fijo ni por un móvil, y tampoco puedo navegar por Internet, porque enviar un
simple correo electrónico sería como firmar mi sentencia de muerte. No me
atrevo a caminar por las calles por miedo a que alguna cámara de seguridad
capte mi imagen, ni me atrevo a usar una tarjeta de crédito, aunque lo cierto
es que ya no tengo crédito. Debo mantenerme siempre oculto, porque asesinos a
sueldo me persiguen para matarme y, además, la policía me busca como
responsable de varios asesinatos y violaciones.
No está mal para un estudiante de veintidós años, ¿verdad?
¿Serviría de algo que os jurase que jamás he matado ni violado a
nadie?
¿Me creeríais si os dijese que no tengo la culpa de nada, que todo
ha sido por azar, que si estoy metido en este lío es única y exclusivamente
porque hace años Mario y yo fuimos compañeros de clase? Supongo que no. Pero
permitidme al menos que os cuente mi historia, el relato de cómo un estudiante
de periodismo acabó convirtiéndose en un prófugo condenado a muerte.
Empecemos por mi nombre: me llamo Óscar Herrero y todo comenzó…
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