Hace unos meses me vi envuelta en una circunstancia
un tanto insólita... Me notificaron que mi tía Clarissa había fallecido y se me
instaba a que me presentase ante el notario para escuchar la lectura del
testamento... El hecho en sí no debería extrañar. Todos los días mueren y nacen
personas, es el ciclo de la vida. Sin embargo, mi tía Clarissa no era una
persona común. De entrada, no supe qué pensar puesto que (muy a mi pesar)
apenas la había visto en tres o cuatro ocasiones —en compromisos familiares—,
aunque sí sabía de sus andanzas, pues era el «gato verde» de la familia, y eso
ya es difícil, créanme.
Para rendir un pequeño homenaje a su figura, diré
que vivía completamente sola, en una casona apartada, lejos del mundanal ruido,
del humo de los coches y del estrés que a todos nos va envolviendo poco a poco,
y del que apenas si podemos desligarnos. ¡No tenía un pelo de tonta tía
Clarissa! Vivía de manera holgada gracias a una herencia, y aparentemente no se
dedicaba a nada en concreto, más que a sus plantas, flores y animales (tenía
siete perros y seis gatos, amén de numerosos reptiles), que tras su
fallecimiento fueron repartidos en distintos lugares...
Uno de esos gatos (negro para más señas) vive ahora
conmigo. Era una eremita moderna. Aunque esta semblanza pudiera hacernos pensar
que se trataba de una persona muy mayor, no lo era... Es más, siempre sospeché
que hacía «pactos» con «entidades», vaya usted a saber de qué clase, porque no aparentaba
la edad que se suponía debería tener... En realidad, posteriormente a su
muerte, traté de indagar los años exactos y nadie de la familia supo darme
razón...; ¡está claro que era una desconocida para todos nosotros! Pero lo más
curioso es que los documentos en los que debería constar este dato (partida de
nacimiento, DNI, etc.) no aparecieron por parte alguna, ni siquiera en los
registros correspondientes.
De esta última investigación me encargué
personalmente, y acostumbrada como estoy a tratar de llegar hasta el fondo de
las cosas, en esta ocasión —como en otras tantas— debo reconocer mi derrota. Es
como si alguien se hubiese tomado la molestia de hacerlos desaparecer, o como
si los mencionados documentos no hubiesen existido jamás...
Tampoco pude averiguar nada sobre su vida...; para
la familia era, como ya he expresado hace unas líneas, una completa y
misteriosa extraña. No se le conocían amigos ni amigas (a su entierro y funeral
no acudieron más que algunos familiares por no dejarla sola). Entre ellos, me
encontraba yo, pero más que por cumplir me acerqué por curiosidad —es justo
reconocerlo—, aunque también es conveniente especificar que si los misterios
siempre me han atrapado, tía Clarissa desde luego era uno de ellos, ¡y yo me
daba cuenta ahora, tras su muerte! Además, yo llevaba mi nombre como derivación
del suyo, y por alguna curiosa casualidad estaba incluida en la lista de las personas
que debían acudir a la lectura del testamento. ¡Algo inexplicable!
Lo más sorprendente de todo es que el dinero que
poseía, así como sus bienes terrenales, lo donó para obras de beneficencia,
excepto unos viejos papeles que aparecían citados en el testamento, y que ella
deseaba que yo tuviese en mi poder..., ¿por qué? Lo ignoro.
Aquellos manuscritos no se me entregaron de
inmediato por una simple razón: no fueron hallados hasta varias semanas
después, una vez que empezaron a desmantelar la casona. La tía Clarissa —celosa
de su intimidad hasta con ella misma— los había escondido debajo de una tabla
que cubría el suelo de su habitación. Alguien pisó mal, la tabla saltó y quedó
al descubierto una caja en la que aquellos papeles —que para ella debían ser sumamente
valiosos— se encontraban perfectamente ordenados y envueltos en una capa de
hojas secas... Olían a tierra, como si hubiesen estado enterrados o metidos en
alguna oquedad por un tiempo. La intriga me corroía, así que apenas los tuve en
mi poder me faltó tiempo para encerrarme en mi habitual lugar de trabajo a fin
de escudriñar tan insólita herencia. ¿Qué contenían aquellos manuscritos?, se
preguntará el lector... Esa misma cuestión me la formulaba yo.
Cuando comencé a leerlos me quedé estupefacta y
saqué dos conclusiones: o tía Clarissa estaba como una regadera —tal vez por el
aislamiento en el que había vivido constantemente— y elucubró una singular
historia que se desarrollaba en un mundo tan irreal como imaginario, o el raro
relato que allí se narraba podía ser ¿auténtico?
No seré yo quien dé respuesta a esta pregunta,
porque a estas alturas confieso que ya no sé qué pensar... Son demasiados los
datos que cuadran... Es preferible que sea usted, que en estos momentos tiene
los papeles en sus manos, el que extraiga sus propias conclusiones... Pero no
destriparé la historia, que tiene su propia protagonista, y que habla por sí
misma mejor de lo que yo podría hacerlo...
Tal como a mí me llegó, así se ha reproducido. Por
supuesto, los originales obran en mi poder. No he cambiado nada, únicamente
encontrarán algunas notas a pie de página que sí son mías. El motivo de estas
anotaciones se explica porque una vez que conocí el contenido de los papeles de
tía Clarissa quise saber más sobre el tema, deseé comprender mejor el mundo
feérico (completamente diferente al mundo de los humanos). Para ello tuve que documentarme,
y he considerado que muchas de las cosas que se describen, que en un principio
no entendí, sería interesante compartirlas con el lector. Espero que sepan
perdonar y comprender estas pequeñas intromisiones...
No me pregunten cómo llegó este diario a manos de mi
tía porque tengo la misma idea que ustedes: ¡ninguna! Tal vez, tía Clarissa
tenía más amigos de los que sospechamos...
Clara Tahoces, Diario de un Hada
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