Me llamo Juan
Macael y soy descuidero. El Chato Morillas, que tanto me enseñó, decía que es
una profesión tan antigua y tan importante que hasta hubo un dios dedicado a
proteger a nuestros antepasados. Vista aguda, manos seguras y rápidas, ánimo
sereno, capacidad de improvisar. “Ante
todo, sangre fría”, repetía el Chato Morillas, “como te aturdas estás perdido”. No hace mucho que, en uno de los
trayectos de la Periferia norte, un paciente al que yo acababa de extirpar la
cartera se dio cuenta de la pérdida y empezó a gritar: “¡Conductor, que me acaban de robar! ¡no abra las puertas!” El
autobús iba repleto, el conductor lo detuvo junto a una parada y se escuchó su
voz: “Aquí nos quedamos hasta que llegue
la policía”. Pasaron unos minutos, comprendí que estaba en un trance
peligroso, pero recordé las enseñanzas de mi maestro. Me agaché simulando que
recogía algo del suelo y alcé la cartera en la mano, mientras daba grandes
voces: “¡Aquí hay una cartera!” El
propietario la abrió y comprobó que no faltaba nada. Estaba tan aliviado que no
pensó en nada más. “¿Es que vamos a
quedarnos encerrados toda la mañana?” volví a gritar yo, “¡abra las puertas, conductor! ¡hay gente
que tiene cosas que hacer!” En cuanto se abrieron las puertas, salí con
rapidez. Pero los años han pasado y aunque no pierdo los nervios venga lo que
venga, ya mi vista no tiene la finura de antaño. Mis dedos siguen siendo
precisos, así haga la pinza tonel índice y el corazón, la tenaza con el pulgar
y cualquiera de los otros o utilice la palma entera para el resbalón,
arrastrando lo que deba arrastrar, pero ya noto los huesos de las piernas y no
puedo doblar demasiado la cintura sin peligro de algún tirón. A veces, la
ciática me ha tenido de baja durante una temporada y si no me he retirado
todavía es porque, pese a mi edad, no puedo vivir sin trabajar. De manera que
sigo haciendo lo mío día tras día, cambiando de línea, como es natural, y
aprovechando las horas punta y las jornadas en que hay más turistas. En verano
me voy a la playa y es cuando más recaudo, por la facilidad de la poca ropa y
esa alegría de las vacaciones que tan descuidada pone a la gente. Yo no soy de
aquí y me siento un poco agobiado en esta ciudad, pues las líneas de autobús no
son demasiadas, ni demasiados los conductores, y los inspectores, de modo que
corro el peligro de que pronto acaben descubriendo los motivos de mis
frecuentes viajes. Cuando eso empieza a ocurrir, tengo que irme a otra ciudad.
Lo he hecho tres veces y cada vez me ha resultado menos agradable cambiar de
lugar de trabajo, pues con los años uno se acostumbra a ciertas rutinas, le
acaba cogiendo gusto al barrio en el que vive, a su casa, y hasta a la gente
del bar donde ve el fútbol por la tele o juega la partida de dominó. Al fin y
al cabo, tuve que dejar la gran ciudad, con sus infinitas líneas de autobús, y
el metro, y los ferrocarriles de cercanías, porque los de una banda me dieron
aviso de que tenía que pagar una cuota. “No
le doy nada a Hacienda, que al fin y al cabo es el Estado y paga con ello a los
maestros y a los sanitarios, como para pagaros a vosotros”. Me marché de
allí antes de que intentaran convencerme a palos. Así fue como me vine a
trabajar a provincias, pero lo cierto es que ya no estoy en edad para una labor
tan delicada. Si fuese más joven no me habría sucedido esto que me ha pasado,
no habría cometido un error tan grave. Fue la tarde del viernes, cuando la
mayoría de la gente trabajadora regresa a su casa con la ilusión de la libertad
y el descanso del fin de semana. El autobús era uno de la ruta del río. Estaba
yo estudiando a los pasajeros cuando subió, con bastante esfuerzo, una vieja
flaca, vestida de negro de los pies a la cabeza como las ancianas de mi
infancia, que llevaba un gran bolso colgado del brazo. La vieja fue avanzando
entre los pasajeros y pude advertir que el bolso no estaba cerrado con
cremallera y que relucía dentro la esquina de un sobre. Le cedí el asiento y
permanecí de pie a su lado. Era una vieja muy pálida y arrugada. El pañuelo que
cubría su cabeza dejaba asomar las canas ralas y amarillentas. Su aspecto era
de algo pasado sin remedio y desprendía un tufillo rancio, a pan viejo y
orines. Puso el bolso sobre sus piernas huesudas y pude observar mejor su
contenido, bolsas de plástico que dejaban adivinar la forma de alguna verdura,
envoltorios de periódico. El sobre estaba colocado encima de todo. Por las
fechas, imaginé que contenía su pensión. Me engañó la vista, pues hace años
hubiera descubierto enseguida las pequeñas arrugas que denotan si un sobre
lleva dinero dentro. Una pensión es siempre algo suculento para un descuidero.
Además, en esta profesión no puede haber sentimentalismos, la primera regla es
apropiarse de todo lo que valga, y en el caso de que se ofrezcan diversas
alternativas elegir la menos dificultosa, siempre que parezca rentable. Entre
un niño y un adulto, ante la misma cantidad, se opera al niño. Y en esto no hay
pobres ni ricos, sino gente que lleva o que no lleva. Si fuésemos a considerar
la edad o la condición social de los pacientes, nuestro trabajo sería muy
complicado. Además, quitarle a una vieja su pensión no es fastidiarla para toda
la vida. Un mes pasa enseguida y la gente acaba arreglándoselas, bien o mal. El
caso es que, aprovechando un frenazo, hice la pinza, escamoteé el sobre con
toda limpieza y me bajé en la siguiente parada. Pero el sobre no contenía
dinero, ni un talón, que es lo que pensé desde el momento de tocarlo. Lo abrí
al llegar a casa y dentro había un papel doblado. En letras mayúsculas, estaban
impresas cuatro palabras: TE QUEDAN TRES DÍAS. Al principio pensé que era una
broma, pero yo a aquella vieja no la conocía de nada. Por la tarde, en el bar,
se lo enseñé a los de la partida por si veían alguna explicación, pero para
todos era solo un papel en blanco, aunque yo veía claramente las cuatro
palabras impresas: TE QUEDAN TRES DÍAS. Ni me acordaba del dichoso papel al día
siguiente, ayer, cuando me levanté de la cama, pero me llevé una sorpresa, al
ver que el mensaje del papel había cambiado ligeramente: TE QUEDAN DOS DÍAS,
ponía, con unas letras gordas y bien negras. Creo que cualquiera se hubiera
asustado y yo lo hice. Me quedé un rato sentado con el papel en la mano y por
fin decidí buscar a la vieja pálida, devolverle el sobre con el papel darle treinta euros, para que me perdonase
las molestias. Así que me pasé la mañana y la tarde cambiando de línea de
autobús, hasta recorrérmelas todas, pero no fui capaz de dar con ella. En ese
afán descuidé mi trabajo, cuando acabó la jornada no había recaudado ni un euro,
estaba muy cansado, apenas había comido y ni siquiera me quedaban ganas de ir
al bar. Hoy, en ese papel que solo yo puedo leer dice TE QUEDA UN DÍA. Se puede
suponer que leerlo no me ha mejorado el humor. Además, he echado una mirada por
la ventana para ver cómo está el tiempo y he descubierto a la vieja pálida en
la acera, el rostro vuelto hacia aquí, Vamos a ver qué pasa con este día último
queme anuncia el papel. Para empezar, he resuelto no salir a la calle y luego
me he puesto a escribir esto en el cuaderno de las cuentas, como una especie de
memorial o testimonio de la aventura tan rara que estoy viviendo. A veces me
asomo a la ventana y veo que la vieja pálida sigue ahí, plantada en la acera y
mirando en mi dirección. He comido un poco, me he echado la siesta, he soñado
que extirpaba a un hombre gordo una cartera hinchada de billetes delante de la
catedral, pero el despertar me ha devuelto la desazón del día y la figura de
esa vieja pálida plantada debajo de mi casa. Cuando se acerca la medianoche
alguien llama a la puerta del piso dando golpes sucesivos: suena como si
golpeasen con algo de madera, o de hueso. He echado un vistazo por la mirilla y
he percibido la cabeza de la vieja pálida al otro lado de la puerta. A la luz
pobre del descansillo su rostro es una mancha blanca en que las órbitas de los
ojos formas dos oquedades oscuras. Ya no deja de golpear la puerta y comprendo
que tengo que abrir. Aquí termina esta historia.
José María Merino
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