Ella.
Ella miraba el agua, como si le estuviera llamando desde sus
remolinos. Con el deshielo, al derretirse la nieve, el caudal era mayor y más
frío. Desde que ella era pequeña estaba convencida de que el agua tenía voz y
en esta ocasión sus salpicaduras se mezclaban con sus lágrimas y le decían de
forma intermitente "Ven, ven a mí,
en mi interior descansarás, tus problemas se diluirán de forma definitiva. Ven,
ven...”
Ella no quería hacerle caso, pero algo en su corazón le impulsaba
a intentarlo: seguramente el hecho de sentirse la persona más desdichada dél
mundo.
Para romper el momento, cogió una piedra y la contempló con
detenimiento. Era una piedra bastante plana, redondeada, de color azulado. La
acarició con la punta de sus dedos, la sopesó hasta estar segura de lo que iba
a hacer, echó su brazo derecho hacia atrás y, tras unos segundos en los que sus
ojos se clavaron en la corriente suave del río, la impulsó con fuerza contra el
agua.
Era un juego en el que se sentía muy hábil. De veinte intentos,
solo uno la piedra se sumergía en el fondo sin rebotar varias veces sobre la
superficie, como un pequeño animal saltarín que obedecía sus órdenes.
Pero en aquella ocasión, la piedra se hundió como si acabara de
caer de lo más alto. Adiós, hasta nunca jamás.
Ella apretó los dientes. Aquel día todo le salía mal. En realidad
todo le salía mal desde que sus relaciones con el chico al que amaba habían
enfermado, obligándola a pasar más de una noche en blanco.
Él la había ninguneado, alardeando de que tenía a sus pies a todas
las chicas que quisiera. Y, lo que era peor, contándole a todo el mundo lo que
había hecho con ella, cómo la había utilizado para su satisfacción.
Decididamente, en todo el planeta Tierra no había mujer más
desdichada que ella. Con dieciocho años estaba experimentando la profundidad
abismal de la amargura. ¿Qué hacer? ¿Continuar allí sentada, lamentándose?
¿Regresar en casa, echarse en la cama y ahogar sus lágrimas con la almohada?
¿Llamarle por teléfono? ¿Escribirle una carta? Si ella supiera de verdad
escribir, como los grandes autores de los libros que tanto le gustaban...
Algo llamó su atención, aliviando el vértigo de sus pensamientos.
Se trataba de una cuartilla que avanzaba flotando como hoja recién caída de un
árbol. En primavera no solían caer hojas de los árboles, pero sí partirse los
corazones.
La hoja se dejaba llevar por la corriente con mansedumbre. Papel
mojado, se dijo ella. Su padre solía decir que las cosas que no valían para
nada eran "papel mojado". En tal caso, el chico que la había
abandonado por otra, o por otras, era papel mojado.
Lo malo es que ella, en toda su pena, también se sentía así.
Con la ayuda de una ramita, atrapó la cuartilla que no opuso la
menor resistencia, como si aquel papel estuviera deseando llegar a sus manos.
Leyó lo escrito, mojado, palabras incompletas, frases sin aparente
sentido.
"...Tengo el alma
tan llena, tan llena, tan llena de lágrimas... ¡Amenazan con ahogarme, con
destrozarme!... ¡Adiós! ¡Qué tristeza!... No me olvide, no olvide nunca a su
pobre...".
"¡Dios mío!", pensó, había alguien tan mal o peor que ella, alguien capaz de
escribir esa carta desesperada.
¿Quién en su pueblo podía expresarse así? ¿El poeta oficial?
¡Imposible! Uno que, en el pregón de las fiestas, proclamaba que "la primavera hace burbujear los campos",
confundiendo la explosión de vida con el destape de una botella de gaseosa, no
podía ser el autor de aquel grito desgarrado.
¿La maestra? Tal vez en otra época, cuando era más joven, antes de
haberse casado y tener tres hijos. Ahora, se limitaría a recordar, nunca a
escribir aquello.
¿Quién más? No se le ocurrió ningún otro nombre. Ninguno, desde
luego no de los chicos, o chicas que conocía. Nadie, tampoco de su familia.
Leyó y releyó aquel papel mojado en el que se expresaba una tormenta
de dolor. Como si alguien desconocido estuviera compartiendo su pena,
haciéndola su compañera, comprendiendo y apoyando su tremenda tristeza.
Ella se puso a buscar, primero fijándose bien en los rostros de
sus convecinos. ¿Alguna señal de desconsuelo, de abatimiento, de desgarro?
Nada. Algunas ojeras normales, algún descuido en el vestir
cotidiano, nada más.
Después de mucho pensar se dijo: "¿Y si el papel procede de otro lugar lejano, corriente arriba?".
Buscó en los alrededores de su lugar, la fábrica de harina, la
pequeña poza donde a veces se bañaba de pequeña, la casa de los pastores. Nada.
Imposible averiguar algo de esa manera tan imprecisa.
"Tengo el alma tan
llena de lágrimas...".
Tenía que encontrar al que fuera capaz de expresarse así, para
decirle que era su alma gemela, que quizás entre los dos juntos serían capaces
de vencer el abatimiento, de hacer más llevadera su abrumadora soledad.
"No me olvide. No
olvide nunca a su pobre...".
"Nunca te olvidaré",
le dijo ella al papel mojado, mientras este se secaba pegado al cristal de
la
ventana de su habitación.
Al tiempo que lo contemplaba pensó, como si su pensamiento fuera
una estrella fugaz que cruzaba el firmamento, en lo hermoso que sería poder
escribir un libro. Contar en él sus sentimientos, sus sensaciones, adentrarse
en el corazón de los demás, compartir con unos y otros sus palabras.
Pero eso no le impidió seguir buscando al desconocido autor,
primero entre las páginas atrasadas de los periódicos de la población, a un periodista,
un corresponsal, un colaborador, alguien que pudiera expresarse con palabras
semejantes.
Poco a poco sintió cómo su corazón cicatrizaba. Eso era muy de
agradecer: que la búsqueda del anónimo escritor le hubiera devuelto la ilusión
por algo. La memoria continuaba martirizando, desde luego que sí, pero ella
ahora sabía cómo irse defendiendo.
Todo iba bien mientras contemplaba aquel papel, antes mojado,
luego secado cuidadosamente, y que ahora guardaba entre las páginas de uno de
sus libros favoritos. Pero cuando cerraba el libro, uno de poemas de Juan Ramón Jiménez, las turbulencias
volvían a su corazón.
Tienes alma de agua
qué alegre cuando vienes a mí llena
qué triste cuando, exhausta te me escapas.
Decidió pensar en cosas diferentes, hacer cosas diferentes. Se
metió en los chats de Internet. Tal vez allí olvidara completamente el maldito
amor que le había herido.
Pero en los chats se aburría, solo escuchaba simplezas que, lejos
de tranquilizarla, la devolvían a los brazos de aquel que la había abandonado.
Volvió a sentir sus besos y sus caricias, los apretujones que
tanto le hacían estremecer. Y cada vez veía más claramente que necesitaba a
alguien como aquel que había escrito unas páginas en una cuartilla y luego
arrojado al río, como si fuera un mensaje en una botella.
Estaba a punto de apagar el ordenador cuando decidió meterse en un
buscador que le ayudara en su rastreo imposible.
Y a¡lí, como si la ciencia moderna se hubiera aliado con las
páginas más clásicas de la literatura universal, allí, en la pantalla apareció
como un relámpago en la noche, la frase buscada, el deseado autor de la misma.
Pertenecía a un libro titulado Pobres Gentes. Pobres
gentes como ella, se dijo, alguien que sin duda sabía bien lo que era el dolor
del alma.
El autor tenía muchos más libros, pero el título de otro de los
suyos llamó poderosamente su atención: Corazón Débil.
Tenía que encontrarlo, leerlo, sumergirse en sus páginas como en
los brazos de un amigo.
Ella.
Ella encontró todos los libros de aquel autor (Humillados y
ofendidos, Una historia enojosa, A propósito de la nieve derretida, Noches
blancas...) y decidió escribir.
Al descubrir a aquel que le acababa de mostrar que en el mundo
había mucha gente que sufría, que agonizaba más que ella, resolvió ponerse en
contacto con aquel autor tiempo atrás desaparecido, como una forma de darle las
gracias por su apoyo invisible. Y decidió hacerlo con su mismo lenguaje,
escribiendo aunque fuera en sencillo papel mojado.
No importaba que lo suyo solo fueran pensamientos inconexos,
sentimientos enfermos, rasgaduras de su corazón herido. Jamás podría escribir
algo tan bueno comoaquella primera novela, Pobres Gentes, de aquel autor que,
desde ese mismo día, jamás la abandonaría.
(... No me olvide, pedía a quien quisiera escucharle. No olvide
nunca a su pobre... No te preocupes, nunca te olvidaré).
Decidió que iba a ser escritora, por encima de todo y de todos. Y
que su primer libro se iba a titular Papel mojado, que en él iba a contar la
reciente desdicha de su vida, segura de que al hacerlo iba a encontrar a
lectores que comprenderían su tristeza, a experimentar un gran alivio.
Estaba convencida de que esa confesión pública a través del
bálsamo de las letras le iba a dar las fuerzas que necesitaba para seguir
adelante y, sobre todo, para nunca más volver a sentirse sola.
Hablaría en primera persona, sin importarle que la consideraran
ingenua o egocéntrica, o incluso egoísta.
¿Acaso no hablan de sí mismos todos los autores?
Papel Mojado, capítulo primero:
"Yo.
Yo miraba el agua, como
si la misma me estuviera llamando desde sus remolinos. Con el deshielo, al
derretirse la nieve, el caudal era mayor y más frío.
Desde que era pequeña
estaba convencida de que el agua tenía voz y en esta ocasión sus salpicaduras
se mezclaban con mis lágrimas y me decían de forma intermitente...".
Carlos Puerto
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