Año de
gracia 1742. He vivido mucho, eso nadie me lo puede negar. Todos los que he
conocido están muertos. A algunos los he mandado yo mismo al otro mundo, si es
que existe, aunque ¿por qué tendría que existir? De veras espero que no exista,
porque de lo contrario tendríamos que vernos de nuevo las caras allá en el
Infierno: el ciego Pew, Israel Hands, Billy Bones, el idiota de Morgan, que se
atrevió a pasarme el punto negro, y todos los demás, incluido Flint, Dios lo
tenga en Su Reino, si es que Dios existe. Y todos me darían la bienvenida; me
harían una reverencia y dirían que todo vuelve a ser como antes. Pero al mismo
tiempo el miedo les saldría a relucir como sale un sol ardiente sobre un pálido
mar. «¿Miedo a qué?», me pregunto. En el Infierno no pueden temer a la muerte.
Si no, ¿qué iba a ser aquello?
No,
ellos nunca tuvieron miedo a la muerte; por lo general, lo mismo les daba vivir
que morir. De todos modos, sospecho que incluso en el Infierno me tendrían
miedo. Me pregunto por qué. Del primero al último, hasta el propio Flint, que
era el hombre más valiente que he conocido, todos me tenían miedo.
A
pesar de ello, doy gracias a los cielos porque nunca pudimos recobrar el tesoro
de Flint. De lo contrario, sé muy bien qué habría pasado. Los demás se habrían
gastado hasta el último céntimo en pocos días. Y después habrían ido a buscar
al viejo Long John Silver, a la única alma a la que podían recurrir, y le
habrían suplicado que les diera más. Siempre era así. No aprenderían nunca.
De todas
formas he comprendido una cosa. Hay gente que no sabe que está viva. Es como si
no se dieran cuenta de que existen. Quizás ésa es la diferencia. Yo tenía buen
cuidado del pellejo que me quedaba en el cuerpo. Mejor condenado a muerte que
ahorcarme yo mismo, si es que se puede elegir. Los nudos corredizos no me
gustan nada.
¿Era
ésa la razón de que no me pareciera a nadie? ¿Que yo sí sabía que estaba vivo?
¿Que yo sabía mejor que nadie que uno sólo tiene una oportunidad de vivir a
este lado de la tumba? ¿Por eso asustaba yo a los peores y a los mejores,
porque me importaba un bledo la vida que hubiera después de ésta?
Puede
ser. Pero está claro que yo no se lo ponía fácil al que quisiera ser igual que
yo, ser mi aliado. Me llamaron Barbacoa desde el día que me cortaron la pierna,
y aquella jornada la guardo en la memoria con pelos y señales. Sí. Si hay algo
que recuerde de esta vida es cómo perdí la pierna, y por qué y cuándo me
pusieron este sobrenombre. ¿Cómo podría olvidarlo? Lo tengo presente cada vez que
me despierto.
Björn Larsson, Long John Silver
¿Quién no recuerda a Long John Silver, el
famoso Pata de Palo de La Isla del Tesoro, una de las obras
maestras de Robert Louis Stevenson? Espíritu rebelde, audaz y mujeriego, el
intrépido marino surcó los mares a las órdenes de piratas tan temidos como
England o Flint, contrabandeó en las costas de Francia y fue vendido como
esclavo en las Antillas, convirtiéndose en el personaje más carismático y
controvertido de Stevenson.
Este hombre seductor, capaz de mil
traiciones y siempre dispuesto a pactar para sobrevivir, nos cuenta ahora su
intensa vida desde su retiro en la isla de Madagascar: así es como la magia de
la letra impresa consigue hacernos llegar una autobiografía imposible y sin
embargo tan real como las mejores páginas de la buena literatura.
Björn Larsson es el
autor de esta historia que nos regala la voz de Pata de Palo para que él mismo
nos diga la verdad, y nada más que la verdad, sobre sus andanzas de hombre y
marinero.
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