Siempre leo
detenidamente las notificaciones oficiales. Estudio con particular atención los
avisos de los servicios de información del Estado. A fin de cuentas los
escriben para mí: el Estado intenta comunicarse con uno de sus hijos. Como
cuando un padre o una madre inicia con cierta reticencia una conversación seria
con uno de sus vástagos. Y no voy a ser yo quien se oponga.
Voy a dejar de
fumar. Voy a beber menos. Voy a comprender por qué debo pagar impuestos. Voy a
mantenerme informado sobre convenios y reglamentos. Y voy a votar cada cuatro
años. De esta forma tendré respuesta a todas las exhortaciones que reciba.
En mi opinión,
todo funciona tal como debe funcionar. Es como un folletón algo árido y
enrevesado en el que mi humilde personaje tiene derecho a participar y que
incluso puede en parte coescribir.
El horizonte
—creo que ésta es la palabra adecuada—, el horizonte de esta constante e
interminable campaña de información puede parecerme a veces, sin embargo,
restringido y trivial.
Es agradable
que Hacienda devuelva dinero, y probablemente es acertado instalar detectores
de humo y extintores de incendios. No se trata de esto. Pero las estrellas, por
ejemplo, o el misterio de la vida, o un libro importante que debería leer, nada
de esto es asunto del Estado. No tengo que preocuparme por ese tipo de
cuestiones. La tierra sigue su curso alrededor del sol sin mi ayuda.
Echo en falta
un recuerdo ocasional de que existo. Porque estoy aquí solamente esta vez y no
he de volver nunca. También esto puede resultar fácil de olvidar. Yo lo sé, es
obvio que lo sé todo el tiempo, sólo con que me pare a pensarlo. Pero nadie me
impulsa a hacerlo. Aquí no rige ninguna pública confidencialidad. Si en medio
del flujo de la información olvido que estoy vivo, es problema mío.
Puedo imaginar
el siguiente comunicado oficial a la población en los principales periódicos
del país: «Aviso importante a todos los ciudadanos y ciudadanas. ¡El mundo está
aquí y es ahora!».
Jostein Gaarder
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