Cielos
grises de febrero, arenas blancas neblinosas, rocas negras, y el mar también
parecía oscuro, como una fotografía en blanco y negro; la chica del impermeable
amarillo era lo único que le daba un poco de color al mundo.
Hace
veinte años, la anciana paseaba por la playa con cualquier clima, se inclinaba
y contemplaba la arena, se agachaba con dificultad de vez en cuando para
levantar una roca y mirar debajo. Cuando dejó de bajar a la playa, una mujer de
mediana edad —supuse que sería su hija— vino y empezó a recorrer la playa con
menos entusiasmo que su madre. Ahora aquella mujer había dejado de venir, y en
su lugar estaba esa chica.
Se
acercó a mí. Yo era la única persona, aparte de ella, que estaba en la playa
con esa niebla. No parezco mucho mayor que ella.
—¿Qué
estás buscando? —le grité.
Ella
esbozó una mueca.
—¿Qué
te hace pensar que estoy buscando algo?
—Bajas
cada día. Antes de ti venía la señora, y antes de ella venía una señora muy
mayor, con un paraguas.
—Era
mi abuela —dijo la chica del impermeable amarillo.
—¿Qué
perdió?
—Un
colgante.
—Debe
de ser muy valioso.
—La
verdad es que no. Tiene valor sentimental.
—Algún
valor más tendrá, si tu familia lleva buscándolo tantos años.
—Sí.
—Vaciló. Y luego añadió—: Mi abuela decía que el colgante le permitiría volver
a casa. Decía que sólo había venido a echar un vistazo. Tenía curiosidad. Y
entonces le preocupó
llevar el colgante encima y lo
escondió debajo de una roca para poder encontrarlo cuando regresara. Y luego,
cuando volvió, no supo qué roca era, ya no se acordaba. Eso fue hace cincuenta
años.
—¿Dónde
estaba su casa?
—Nunca
nos lo dijo.
La
forma de hablar de la chica me indujo a formular la pregunta que me asustaba:
—¿Tu
abuela sigue viva?
—Sí.
Más o menos. Pero ya no nos habla. Se pasa el día mirando fijamente el mar.
Tiene que ser terrible ser tan vieja.
Yo
negué con la cabeza. No lo es. Entonces
me metí la mano en el bolsillo del abrigo y se lo mostré.
—¿Se
parecía a éste? Lo encontré en esta playa hace un año. Debajo de una roca.
Ni
la arena ni la sal del agua habían estropeado el colgante.
La
chica parecía asombrada; entonces me abrazó y me dio las gracias, cogió el
colgante y cruzó corriendo la playa neblinosa en dirección al pueblecito.
Observé
cómo se marchaba: una mancha dorada en un mundo en blanco y negro con el
colgante de su abuela en la mano. Era idéntico al que yo llevaba colgado del
cuello.
Me
pregunté por su abuela, mi hermana pequeña, si alguna vez regresaría a casa;
si, en caso de volver, me perdonaría por la broma que le había gastado. Quizá
decidiera quedarse en la Tierra y enviar a la chica a casa en su lugar. Eso
podría ser divertido.
Cuando
mi sobrina nieta se marchó y me quedé sola, empecé a nadar a contracorriente y
dejé que el colgante me llevara a casa, me interné en la inmensidad que se
extiende sobre nosotras, donde vagamos con las solitarias ballenas del cielo, y
donde los cielos y los mares son uno.
Neil
Gaiman
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