El señor
Satterthwaite pareció despertar de sus sueños. El crítico estaba nuevamente
alerta. Wickam sería un asno, pero sabía escribir música, una música delicada y
vaporosa como la túnica de un hada, pero desprovista todavía del divino toque
del inmortal genio.
El escenario
era magnífico. Lady Roscheimer jamás escatimaba gasto alguno cuando se trataba
de ayudar a sus protegidos. Representaba un prado de la Arcadia, con efectos de
luz que prestaban la adecuada atmósfera de irrealidad.
Dos figuras se
movían ligeras, siguiendo el ritmo clásico de la leyenda. El esbelto Arlequín,
con sus facciones ocultas bajo el típico antifaz y haciendo brotar estrellas de
la luna al conjuro de su mágica varilla... Y una nívea Colombina grácil y
vaporosa como una visión.
El señor
Satterthwaite se irguió. Había vivido aquello con anterioridad. No podía ser...
Su cuerpo se
trasladó muy lejos del salón de lady Roscheimer. Estaba en el museo de Berlín,
ante la estatua de una inmortal Colombina.
Arlequín y
Colombina seguían bailando. El mundo parecía pequeño bajo sus pies...
Un chorro
plateado de luz y una figura humana que vaga por la arboleda, cantando al astro
de la noche. Es Pierrot, Pierrot que ha visto a Colombina y ha dejado de conocer
el descanso. Los dos inmortales se desvanecen, pero un momento antes Colombina
ha mirado hacia atrás y ha escuchado la canción de un humano corazón. Pierrot
vagando por el bosque... luego oscuridad... y una voz que se extingue en la
lejanía.
Los prados de
la villa, danza de muchachas del pueblo, Pierrots y Pierrettes, Molly como
Pierrette. Nada de baile —Anna Denman es la que baila—, sino que con una voz fresca
y timbrada canta su canción: «Pierrette baila en el prado».
Bonita balada.
El señor Satterthwaite movió la cabeza con signos de aprobación.
Wickam no
podía por menos que componer bien, si a ello le obligaban las circunstancias.
Las muchachas del pueblo le exasperaban, pero lady Roscheimer era irresistible en
su filantropía.
Incitan a Pierrot
a tomar parte en el baile. Éste se niega y continúa vagando tras su quimérico
ideal. Empieza a caer la noche. Arlequín y Colombina siguen bailando mezclado entre
la inconsciente muchedumbre.
El lugar queda
solitario. Solo está Pierrot que, triste y fatigado, acaba durmiéndose
profundamente sobre un herboso talud. Arlequín y Colombina bailan a su alrededor.
De pronto despierta y ve a Colombina. Le declara en vano su amor, suplica,
ruega, se humilla...
Ésta queda
unos instantes indecisa. Arlequín trata inútilmente de hacerle señas para que
se aleje. Pero ella ya no le ve. Está embebida escuchando a Pierrot, el canto
de amor que nuevamente vierte en sus oídos. Termina cayendo en sus brazos y cae
lentamente el telón.
El segundo
acto representa la choza de Pierrot. Colombina está sentada junto al hogar,
pálida, triste. Escucha, abismada. Pero ¿qué? Pierrot sigue cantándole sus
trovas. No se aparta de su pensamiento. La tarde se oscurece. Se oye a lo lejos
el retumbar del trueno...
Colombina
abandona su rueca. Está agitada, ansiosa... Ya no escucha a Pierrot. Es su
propia música la que parece sonar en el aire. La música de Arlequín y
Colombina... Ha despertado al fin y vuelve a recordar.
¡Otro trueno
estalla! La figura de Arlequín se destaca en el marco de la puerta. Pierrot no
puede verle, pero sí Colombina, que ríe y salta de gozo. Entran unos niños corriendo,
pero ella los aparta. Estalla el rayo y las paredes se derrumban. Colombina y Arlequín
siguen bailando a la intemperie.
Rasgan las
tinieblas los ecos de las notas del canto de Pierrette. Vuelve a hacerse lentamente
la luz. Y vuelve a aparecer la choza. Pierrot y Pierrette, sobre los que ya ha
caído la nieve de los años, se sientan junto al fuego en dos sillones. La
música es dulce, pero apagada. Pierrette cabecea en su silla. A través de la
ventana entran a torrentes los plateados rayos de la luna y, con ellos, el
motivo de la ya olvidada balada de Pierrot. Él se agita en su silla.
Música
suave... de hadas. Colombina y Arlequín están en el exterior. La puerta se abre
y Colombina entra bailando. Se inclina sobre el dormido cuerpo de Pierrot y
deposita un beso en sus labios.
Vuelve a
retumbar el trueno y desaparece Colombina por la puerta. En el centro de la
escena está la ventana iluminada a través de la cual se ven las figuras de
Arlequín y Colombina que, sin dejar de bailar, se alejan hasta perderse de
vista...
Crepita un
leño. Pierrette se despierta incómoda, se dirige a la ventana y corre las
cortinas. Y termina la obra con un súbito discorde.
El señor Satterthwaite
permaneció inmóvil en medio del aplauso y la algarabía consiguientes.
Agatha Christie, El Enigmático
Señor Quin
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