Este mes, lo veremos en clase; hace años,
que le tenía ganas:
Los editores
de Standard Novels, al seleccionar Frankenstein para una de sus colecciones, me
han pedido que les facilite algún dato sobre el origen de este relato. Accedo a
ello con mucho gusto, porque así daré una respuesta general a la pregunta que
tan frecuentemente me han hecho: «¿Cómo, siendo yo una jovencita, llegué a
pensar y dilatar una idea tan tremenda?». Es cierto que soy muy contraria a
ponerme a mí misma en letra impresa; pero como esta nota va a aparecer como
apéndice de otra anterior, y se va a limitar a cuestiones relacionadas con mi
calidad de autora solamente, apenas puedo culparme de cometer una intrusión
personal.
No es extraño
que, como hija de dos personas de distinguida celebridad literaria, pensara muy
pronto en escribir. De pequeña, ya garabateaba: mi pasión predilecta era
«escribir cuentos». Sin embargo, tenía un placer más querido que este: hacer
castillos en el aire, dedicarme a soñar despierta, seguir aquellos derroteros
del pensamiento que tenían por tema la formación de una secuencia de incidentes
imaginarios. Mis sueños eran a la vez más fantásticos y más agradables que mis
escritos. En estos, yo no era sino una estricta imitadora que hacía lo que
habían hecho otros, más que consignar las sugerencias de mi propia mente. Lo
que escribía iba destinado al menos a otros ojos: los de la amiga y compañera
de mi niñez; pero mis sueños eran totalmente míos; no se los contaba a nadie:
eran mi refugio cuando me enfadaba… y mi mayor satisfacción cuando me sentía
libre.
De niña viví
principalmente en el campo, y pasé bastante tiempo en Escocia. Visité con
frecuencia los lugares más pintorescos; pero tenía mi residencia habitual junto
a las orillas vacías y lúgubres del Tay, cerca de Dundee. Ahora las califico de
vacías y lúgubres; entonces no eran así. Eran el nido de la libertad, la región
placentera donde, inadvertida, podía conversar con las criaturas de mi
fantasía. En aquel entonces escribía…, pero con un estilo de lo más vulgar. Fue
bajo los árboles de los parques pertenecientes a nuestra casa, o en las peladas
faldas de las cercanas montañas, donde nacieron y se criaron mis auténticas
composiciones, los vuelos etéreos de mi imaginación. No me erigí en heroína de
mis cuentos. La vida me parecía un motivo demasiado vulgar en lo que a mí se
refería. No podía imaginar que fueran jamás a tocarme en suerte desventuras
románticas ni acontecimientos maravillosos; pero no me sentí reducida a mi
propia identidad; podía poblar las horas con creaciones mucho más interesantes
para mí, a esa edad, que mis propios sentimientos.
Después, mi
vida se hizo más ajetreada, y la realidad ocupó el lugar de la ficción. Mi
marido, no obstante, estaba desde un principio muy ansioso por que demostrase
que era digna de mi familia y me inscribiese en las páginas de la fama. Me
incitaba constantemente a que alcanzase prestigio literario, cosa que en aquel
entonces me gustaba; aunque después me he vuelto infinitamente indiferente a
todo eso. En aquella época, él quería que escribiese, no tanto con idea de que
produjese algo digno de llamar la atención, sino a fin de poder juzgar hasta
dónde prometía yo mejores cosas para el futuro. Sin embargo, no hice nada. Los
viajes y los cuidados de la familia me ocupaban todo el tiempo, y toda la
actividad literaria que acaparaba mi atención se reducía al estudio, bien en
forma de lecturas, bien perfeccionando mis ideas al comunicarme con su mente
muchísimo más cultivada.
En el verano
de 1816 visitamos Suiza y fuimos vecinos de Lord Byron. Al principio, pasábamos
nuestras horas agradables en el lago, o vagando por la orilla; y Lord Byron,
que estaba escribiendo el canto tercero de Childe Harold, era el único que
pasaba al papel sus pensamientos. Estos, tal como nos los iba exponiendo
sucesivamente, vestidos con toda la luminosidad y armonía de la poesía,
acuñaban como divinas las glorias del cielo y de la tierra, cuyas influencias
compartíamos con él.
Pero el verano
resultó húmedo y riguroso, y la incesante lluvia nos confinó a menudo durante
días. En nuestras manos cayeron algunos volúmenes de relatos de fantasmas traducidos
del alemán al francés. Entre ellos estaba la «Historia del amante inconstante»,
el cual, creyendo abrazar a la desposada a la que había dado su promesa, se
descubría en brazos del pálido fantasma de aquella a la que había abandonado.
Estaba el cuento del malvado fundador de su estirpe cuya desdichada condena
consistía en dar un beso mortal a todos los hijos de su predestinada casa,
precisamente al llegar estos a la pubertad. Su figura gigantesca y sombría,
vestida como el fantasma de Hamlet, con armadura completa, pero con la visera
levantada, fue vista a medianoche, bajo los oportunos rayos de la una, cuando
avanzaba lentamente por la avenida. Su silueta se perdió bajo la sombra de las
murallas del castillo, pero poco después chirrió una verja, se oyó una pisada,
se abrió la puerta de la cámara, y avanzó hasta el lecho de los sonrosados
jóvenes, sumidos en saludable sueño. Un dolor infinito se acumuló en su rostro
al inclinarse a besar la frente de los niños, que al punto empezaron a
marchitarse como flores tronchadas sobre el tallo. No he vuelto a ver esos
relatos desde entonces, pero tengo sus peripecias tan frescas en la memoria
como si las hubiese leído ayer.
—Vamos a
escribir cada uno un relato de fantasmas —dijo Lord Byron; y aceptamos su
proposición. Éramos cuatro. El noble autor comenzó un cuento, cuyo fragmento
publicó al final de su poema «Mazeppa». Shelley, más inclinado a plasmar sus
ideas y sentimientos en el esplendor de la brillante imaginería y la música del
más melodioso verso que adorna nuestra lengua que a inventar el mecanismo de
una historia, empezó un relato basado en experiencias de la primera etapa de su
vida. Al pobre Polidori se le ocurrió una idea terrible sobre una dama con
cabeza de calavera, castigada de ese modo por espiar por el ojo de una
cerradura. He olvidado qué es lo que vio; algo tremendamente espantoso y
maligno, por supuesto; pero, una vez reducida a una condición peor que la del
famoso Tom de Coventry, no sabía qué hacer con ella, y no tuvo más remedio que
mandarla a la tumba de los Capuleto, único lugar apropiado. Los ilustres
poetas, incómodos con la trivialidad de la prosa, abandonaron enseguida su
antipática tarea.
Yo también me
dediqué a pensar una historia; una historia que rivalizase con aquellas que nos
habían animado a abordar dicha empresa. Una historia que hablase a los miedos
misteriosos de nuestra naturaleza y despertase un horror estremecedor; una
historia que hiciese mirar en torno suyo al lector amedrentado, le helase la
sangre y le acelerase los latidos del corazón. Si no lograba estas cosas, mi
historia de fantasmas sería indigna de tal nombre. Pensé y medité… pero sin
resultado. Sentía esa vacía incapacidad de invención que es la mayor desdicha
del autor, cuando a nuestras ansiosas invocaciones responde la penosa Nada.
—¿Has pensado
una historia? —me preguntaban cada mañana; y cada mañana me veía obligada a
contestar con una mortificante negativa.
Todo debe
tener un principio, para decirlo con palabras de Sancho, y ese principio debe
estar vinculado a algo que lo precede. Los hindúes afirman que el mundo lo
sostiene un elefante, pero hacen que al elefante lo sostenga una tortuga. La
invención, hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear del vacío, sino
del caos; en primer lugar hay que contar con los materiales; puede darse forma
a oscuras sustancias amorfas, pero no se puede dar el ser a la sustancia misma.
En todas las cuestiones de descubrimiento e invención, aun en aquellas que
pertenecen a la imaginación, se nos recuerda continuamente la historia de Colón
y su huevo. La invención consiste en esa capacidad de aprehender las
posibilidades de un tema; y en poder moldear y formar ideas sugeridas por él.
Muchas y
largas fueron las conversaciones entre Lord Byron y Shelley, de las que fui
oyente fervorosa aunque casi muda. En el curso de una de ellas discutieron
diversas doctrinas filosóficas, entre otras la naturaleza del principio vital,
y la posibilidad de que se llegase a descubrir tal principio y conferirlo a la
materia inerte. Hablaron de los experimentos del Dr. Darwin (no me refiero a lo
que el doctor hizo verdaderamente, o dijo que hizo, sino, más en relación con
mi tema, a lo que entonces se decía que había hecho), quien tuvo un fideo en
una caja de cristal hasta que, por algún medio extraordinario, empezó a moverse
merced a un impulso voluntario. No era así, sin embargo, como se infundía vida.
Quizá podía reanimarse un cadáver; el galvanismo había dado pruebas de tales
cosas; quizá podían fabricarse las partes componentes de una criatura,
ensamblarlas y dotarlas de calor vital.
La noche
menguó durante esta charla, e incluso había pasado la hora de las brujas, antes
de que nos retirásemos a descansar. Cuando apoyé la cabeza sobre la almohada,
no me dormí, aunque tampoco puedo decir qué pensaba. Mi imaginación,
espontáneamente, me poseía y me guiaba, dotando a las sucesivas imágenes que
surgían en mi mente de una viveza muy superior a los habituales límites de la
ensoñación. Vi —con los ojos cerrados, pero con la aguda visión mental—, vi al
pálido estudiante de artes impías, de rodillas junto al ser que había
ensamblado. Vi el horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de
algún ingenio poderoso, le vi manifestar signos de vida, y agitarse con
movimiento torpe y semivital. Debía ser espantoso; pues supremamente espantoso
sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo
del Creador del mundo. El éxito aterraría al propio artista; huiría horrorizado
de su odiosa obra. Confiaría en que, abandonada a sí misma, se apagaría la leve
chispa de la vida que había infundido; en que este ser que había recibido tan
imperfecta animación se resolvería en materia inerte; y así pudo dormir, en la
creencia de que el silencio de la tumba extinguiría para siempre la existencia
efímera del horrendo cadáver al que había juzgado cuna de la vida. El
estudiante está dormido, pero se despierta; abre los ojos; mira, y descubre al
horrible ser junto a la cama; ha apartado las cortinas y le mira con sus ojos
amarillentos, aguanosos, pero pensativos.
Abrí los míos
con terror. La idea se apoderó de tal modo de mi mente que me recorrió un
escalofrío de miedo, y quise cambiar la horrible imagen de mi fantasía por
realidades de mi alrededor. Todavía las veo: la misma habitación, el parque
oscuro, las contraventanas cerradas con la luna filtrándose a través, y la
impresión que yo tenía de que el lago cristalino y los blancos y elevados Alpes
estaban más allá. No pude librarme tan fácilmente de mi espantoso fantasma;
seguía presente en mi imaginación. Debía tratar de pensar en otra cosa. Recurrí
a mi historia de fantasmas… ¡mi tediosa, desafortunada historia de fantasmas!
¡Oh! ¡Si al menos lograra inventar una que asustase a mi lector como me había
asustado yo esa noche!
Veloz y
animada como la luz fue la idea que se me ocurrió. «¡La encontré! Lo que me ha
aterrado a mí aterrará a los demás; solo necesito describir el espectro que ha
visitado mi almohada a medianoche». A la mañana siguiente anuncié que había
pensado una historia. Empecé ese día con las palabras: «Una lúgubre noche de
noviembre», consignando solo estrictamente los tremendos terrores del sueño que
me despertó.
Al principio
pensé escribir unas pocas páginas, un cuento corto; pero Shelley me insistió en
que desarrollase más la idea. Ciertamente, no debo a mi esposo la sugerencia de
una sola idea, ni siquiera de un sentimiento; sin embargo, de no ser por su
estímulo, jamás habría recibido la forma en que ha salido a la luz. De esta
aclaración debo exceptuar el prefacio. Que yo recuerde, lo escribió enteramente
él.
Y ahora, una
vez más, pido a mi horrenda criatura que salga al mundo y que prospere. Siento
afecto por ella, pues fue el fruto de unos días felices, en que la muerte y el
dolor no eran sino palabras que no encontraban verdadero eco en mi corazón. Sus
diversas páginas hablan de muchos paseos, muchos viajes y muchas
conversaciones, cuando yo no estaba sola; y mi compañero era alguien a quien no
veré más en este mundo. Pero esto es para mí; a mis lectores no les incumben
estas asociaciones.
Solo añadiré
unas palabras sobre las alteraciones que he introducido. Son principalmente de
estilo. No he cambiado parte alguna del relato ni he introducido ideas ni
circunstancias nuevas. He corregido el lenguaje donde era tan soso que mermaba
el interés del relato; estos cambios aparecen casi exclusivamente al principio
del primer volumen. En los demás, se limitan a aquellas partes que son meras
adiciones a la historia, dejando intactos su fondo y su sustancia.
Mary Shelley
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