lunes, 26 de febrero de 2018

EL CONDE DE MONTECRISTO


Tras una cena a tres, más bien rápida, tranquila y cortés, durante la que nos reímos de nuestro primer encuentro en el sendero, me ofrecí a tocar algún fragmento al violín para nuestro invitado, antes de irnos a la cama. Pero el sastre, con los párpados entornados, lo rechazó.
—Mejor contadme alguna historia —nos pidió con un largo y arrastrado bostezo—. Mi hija me ha dicho que sois dos narradores formidables. Por eso me he alojado en vuestra casa.
Alertado sin duda por la fatiga que mostraba el modisto de la montaña, o tal vez por modestia ante su futuro suegro, Luo me propuso que aceptara el desafío.
—Hazlo —me alentó—. Cuéntanos algo que yo no conozca todavía (...)
Ciertamente habría elegido contar una película china, norcoreana o, incluso, albanesa, si no hubiera probado aún la fruta prohibida, la maleta secreta del Cuatrojos. Pero ahora estas películas del realismo proletario más agresivo, que fueron antaño mi educación cultural, me parecían tan alejadas de los deseos humanos, del verdadero sufrimiento y, sobre todo, de la vida, que no veía interés alguno en tomarme el trabajo de contarlas a una hora tan tardía. De pronto, una novela que acababa de terminar me vino a la memoria. Estaba seguro de que Luo no la conocía aún, puesto que sólo se apasionaba por Balzac.
Me incorporé, me senté al borde de la cama y me preparé para pronunciar la primera frase, la más difícil, la más delicada; quería algo sobrio.
—Estamos en Marsella, en 1815.
Mi voz resonó en la estancia, oscura como boca de lobo.
—¿Dónde está Marsella? —interrumpió el sastre con voz somnolienta.
—En la otra punta del mundo. Es un gran puerto de Francia.
—¿Y por qué quieres que vayamos tan lejos?
—Quería contarles la historia de un marinero francés. Pero si no le interesa, mejor será que durmamos. ¡Hasta mañana!
En la oscuridad, Luo se acercó a mí y me susurró suavemente:
—¡Bravo, amigo!
Uno o dos minutos más tarde, escuché de nuevo la voz del sastre:
—¿Cómo se llama tu marinero?
—Al comienzo, Edmond Dantes, luego se convierte en el conde de Montecristo.
—¿Cristo?
—Es otro de los nombres de Jesús, que significa el mesías o el salvador.
Así comencé el relato de Dumas. Por fortuna, de vez en cuando, Luo me interrumpía para hacer en voz baja comentarios sencillos e inteligentes; se mostraba cada vez más atraído por la historia, lo que me permitió concentrarme de nuevo y librarme de la turbación que el sastre me había causado. Éste, sin duda superado por todos aquellos nombres franceses, aquellos lugares lejanos y por su dura jornada de trabajo, no dijo ni una sola palabra desde que comencé la historia. Parecía sumido en un sueño plúmbeo.
Poco a poco, la eficacia del maestro Dumas prevaleció y olvidé por completo a nuestro invitado; contaba, contaba y seguía contando... Mis frases se volvían más precisas, más concretas, más densas. Conseguí, con cierto esfuerzo, mantener el tono sobrio de la primera frase. No era cosa fácil. Al contar la historia, me sorprendió, incluso agradablemente, percibir con total claridad el mecanismo del relato, el emplazamiento del tema de la venganza, los hilos preparados por el novelista que, más tarde, se divertiría tirando de ellos con mano firme, hábil, audaz a menudo; era como contemplar un gran árbol arrancado, extendiendo por el suelo la nobleza de su tronco, la anchura de sus ramas, la desnudez de sus gruesas raíces.
Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido. ¿Una hora? ¿Dos? ¿Más aún? Pero cuando nuestro héroe, el marinero francés, es encarcelado en un calabozo donde se pudriría durante veinte años, la fatiga, excesiva sin duda, me obligó a detener el relato.
—Ahora —susurró Luo—, lo haces mejor que yo. Tendrías que haber sido escritor.
Embriagado por el cumplido de un narrador superdotado, dejé que el sopor se apoderara rápidamente de mí. De pronto, oí la voz del viejo sastre mascullando en la oscuridad.
—¿Por qué te detienes?
—¡Caramba! —exclamé—. ¿No duerme usted aún?
—Claro que no. Te he estado escuchando. Tu historia me gusta.
—Ahora tengo sueño.
—Intenta proseguir un poco más, por favor —insistió el viejo sastre.
—Sólo un poco —le dije—. ¿Recuerda usted dónde me he quedado?
—Cuando penetra en el calabozo de un castillo, en medio del mar...
Sorprendido por la precisión de mi oyente, a pesar de su avanzada edad, proseguí la historia de nuestro marinero francés... Cada media hora me detenía, a menudo en un momento crucial, no por la fatiga sino por la inocente coquetería del narrador. Hacía que me suplicaran y volvía a contar de nuevo. Cuando el abate, encerrado en el miserable calabozo de Edmond, le reveló el secreto del inmenso tesoro oculto en la isla de Montecristo y lo ayudó a evadirse, la luz del alba entró en nuestra alcoba por las grietas de los muros, acompañada por el gorjeo matinal de las alondras, las tórtolas y los pinzones.
Aquella noche en blanco nos agotó a todos. El modisto se vio obligado a ofrecer a la aldea una pequeña suma de dinero para que el jefe nos permitiera permanecer en casa.
—Descansa bien —me dijo el viejo guiñándome el ojo—. Y prepara mi cita de esta noche con el marinero francés.
Ciertamente fue la historia más larga que he contado en mi vida: duró nueve noches enteras. Nunca he comprendido de dónde procedía la resistencia física del viejo sastre, que al día siguiente trabajaba toda la jornada. Inevitablemente, algunas fantasías, discretas y espontáneas, debidas a la influencia del novelista francés, comenzaron a aparecer en los vestidos nuevos de los aldeanos, sobre todo elementos marineros. El propio Dumas habría sido el primer sorprendido si hubiese visto a nuestras montañesas ceñidas en una especie de guerreras de hombros caídos y con un gran cuello, cuadrado por detrás y puntiagudo por delante, que chasqueaba al viento. Casi olían a Mediterráneo. Los pantalones azules de los marinos, mencionados por Dumas y realizados por su discípulo el viejo sastre, habían conquistado el corazón de las muchachas, con sus anchas y flotantes perneras de las que parecía emanar el perfume de la Costa Azul. Nos hizo dibujar un ancla de cinco puntas que se convirtió en el motivo más solicitado de la moda femenina de aquellos años, en la montaña del Fénix del Cielo. Algunas mujeres consiguieron, incluso, bordarlo fielmente en minúsculos botones, con hilo de oro. En cambio, reservamos celosamente ciertos secretos, descritos por Dumas con todo detalle, como el lis bordado en los estandartes, el corsé y el vestido de Mercedes, en exclusiva para la hija del sastre.

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