Tras una cena
a tres, más bien rápida, tranquila y cortés, durante la que nos reímos de
nuestro primer encuentro en el sendero, me ofrecí a tocar algún fragmento al
violín para nuestro invitado, antes de irnos a la cama. Pero el sastre, con los
párpados entornados, lo rechazó.
—Mejor
contadme alguna historia —nos pidió con un largo y arrastrado bostezo—. Mi hija
me ha dicho que sois dos narradores formidables. Por eso me he alojado en
vuestra casa.
Alertado sin
duda por la fatiga que mostraba el modisto de la montaña, o tal vez por
modestia ante su futuro suegro, Luo me propuso que aceptara el desafío.
—Hazlo —me
alentó—. Cuéntanos algo que yo no conozca todavía (...)
Ciertamente
habría elegido contar una película china, norcoreana o, incluso, albanesa, si
no hubiera probado aún la fruta prohibida, la maleta secreta del Cuatrojos.
Pero ahora estas películas del realismo proletario más agresivo, que fueron
antaño mi educación cultural, me parecían tan alejadas de los deseos humanos, del
verdadero sufrimiento y, sobre todo, de la vida, que no veía interés alguno en
tomarme el trabajo de contarlas a una hora tan tardía. De pronto, una novela
que acababa de terminar me vino a la memoria. Estaba seguro de que Luo no la
conocía aún, puesto que sólo se apasionaba por Balzac.
Me incorporé,
me senté al borde de la cama y me preparé para pronunciar la primera frase, la
más difícil, la más delicada; quería algo sobrio.
—Estamos en
Marsella, en 1815.
Mi voz resonó
en la estancia, oscura como boca de lobo.
—¿Dónde está
Marsella? —interrumpió el sastre con voz somnolienta.
—En la otra
punta del mundo. Es un gran puerto de Francia.
—¿Y por qué
quieres que vayamos tan lejos?
—Quería
contarles la historia de un marinero francés. Pero si no le interesa, mejor
será que durmamos. ¡Hasta mañana!
En la
oscuridad, Luo se acercó a mí y me susurró suavemente:
—¡Bravo,
amigo!
Uno o dos
minutos más tarde, escuché de nuevo la voz del sastre:
—¿Cómo se
llama tu marinero?
—Al comienzo,
Edmond Dantes, luego se convierte en el conde de Montecristo.
—¿Cristo?
—Es otro de
los nombres de Jesús, que significa el mesías o el salvador.
Así comencé el
relato de Dumas. Por fortuna, de vez en cuando, Luo me interrumpía para hacer
en voz baja comentarios sencillos e inteligentes; se mostraba cada vez más
atraído por la historia, lo que me permitió concentrarme de nuevo y librarme de
la turbación que el sastre me había causado. Éste, sin duda superado por todos
aquellos nombres franceses, aquellos lugares lejanos y por su dura jornada de
trabajo, no dijo ni una sola palabra desde que comencé la historia. Parecía
sumido en un sueño plúmbeo.
Poco a poco,
la eficacia del maestro Dumas prevaleció y olvidé por completo a nuestro
invitado; contaba, contaba y seguía contando... Mis frases se volvían más
precisas, más concretas, más densas. Conseguí, con cierto esfuerzo, mantener el
tono sobrio de la primera frase. No era cosa fácil. Al contar la historia, me
sorprendió, incluso agradablemente, percibir con total claridad el mecanismo
del relato, el emplazamiento del tema de la venganza, los hilos preparados por
el novelista que, más tarde, se divertiría tirando de ellos con mano firme,
hábil, audaz a menudo; era como contemplar un gran árbol arrancado, extendiendo
por el suelo la nobleza de su tronco, la anchura de sus ramas, la desnudez de
sus gruesas raíces.
Ignoraba
cuánto tiempo había transcurrido. ¿Una hora? ¿Dos? ¿Más aún? Pero cuando
nuestro héroe, el marinero francés, es encarcelado en un calabozo donde se
pudriría durante veinte años, la fatiga, excesiva sin duda, me obligó a detener
el relato.
—Ahora
—susurró Luo—, lo haces mejor que yo. Tendrías que haber sido escritor.
Embriagado por
el cumplido de un narrador superdotado, dejé que el sopor se apoderara
rápidamente de mí. De pronto, oí la voz del viejo sastre mascullando en la
oscuridad.
—¿Por qué te
detienes?
—¡Caramba!
—exclamé—. ¿No duerme usted aún?
—Claro que no.
Te he estado escuchando. Tu historia me gusta.
—Ahora tengo
sueño.
—Intenta
proseguir un poco más, por favor —insistió el viejo sastre.
—Sólo un poco
—le dije—. ¿Recuerda usted dónde me he quedado?
—Cuando
penetra en el calabozo de un castillo, en medio del mar...
Sorprendido
por la precisión de mi oyente, a pesar de su avanzada edad, proseguí la
historia de nuestro marinero francés... Cada media hora me detenía, a menudo en
un momento crucial, no por la fatiga sino por la inocente coquetería del
narrador. Hacía que me suplicaran y volvía a contar de nuevo. Cuando el abate,
encerrado en el miserable calabozo de Edmond, le reveló el secreto del inmenso
tesoro oculto en la isla de Montecristo y lo ayudó a evadirse, la luz del alba
entró en nuestra alcoba por las grietas de los muros, acompañada por el gorjeo
matinal de las alondras, las tórtolas y los pinzones.
Aquella noche
en blanco nos agotó a todos. El modisto se vio obligado a ofrecer a la aldea
una pequeña suma de dinero para que el jefe nos permitiera permanecer en casa.
—Descansa bien
—me dijo el viejo guiñándome el ojo—. Y prepara mi cita de esta noche con el
marinero francés.
Ciertamente
fue la historia más larga que he contado en mi vida: duró nueve noches enteras.
Nunca he comprendido de dónde procedía la resistencia física del viejo sastre,
que al día siguiente trabajaba toda la jornada. Inevitablemente, algunas
fantasías, discretas y espontáneas, debidas a la influencia del novelista
francés, comenzaron a aparecer en los vestidos nuevos de los aldeanos, sobre
todo elementos marineros. El propio Dumas habría sido el primer sorprendido si
hubiese visto a nuestras montañesas ceñidas en una especie de guerreras de
hombros caídos y con un gran cuello, cuadrado por detrás y puntiagudo por
delante, que chasqueaba al viento. Casi olían a Mediterráneo. Los pantalones
azules de los marinos, mencionados por Dumas y realizados por su discípulo el
viejo sastre, habían conquistado el corazón de las muchachas, con sus anchas y
flotantes perneras de las que parecía emanar el perfume de la Costa Azul. Nos
hizo dibujar un ancla de cinco puntas que se convirtió en el motivo más
solicitado de la moda femenina de aquellos años, en la montaña del Fénix del
Cielo. Algunas mujeres consiguieron, incluso, bordarlo fielmente en minúsculos
botones, con hilo de oro. En cambio, reservamos celosamente ciertos secretos,
descritos por Dumas con todo detalle, como el lis bordado en los estandartes,
el corsé y el vestido de Mercedes, en exclusiva para la hija del sastre.
Dai Sijie, Balzac y la JovenCosturera China
No hay comentarios:
Publicar un comentario