En su
introducción a una antología de relatos cortos de misterio publicada en 1934, Dorothy
L. Sayers escribió: «Al parecer, para la raza anglosajona la muerte
constituye una fuente más abundante de inocente diversión que cualquier otro
tema.» No se refería, claro está, a los horripilantes, truculentos y en
ocasiones desastrosos asesinatos de la vida real, sino a las invenciones
misteriosas, elegantemente artificiosas y populares de los autores policiacos.
Tal vez «diversión» no sea la palabra justa; «entretenimiento», «distracción» o
«emoción» resultan más apropiadas. Y, a juzgar por la afición universal al
género de misterio, los anglosajones no son los únicos que muestran entusiasmo
por los asesinatos más abyectos. Millones de lectores de todo el mundo se
sienten como en casa en el claustrofóbico santuario de Sherlock Holmes en el
221b de Baker Street, la encantadora casita de Miss Marple en Saint Mary
Mead y el elegante apartamento de lord Peter Wimsey en Piccadilly.
En el período
anterior a la Segunda Guerra Mundial, gran parte de la ficción policiaca se
escribía en forma de relatos cortos. Edgar Allan Poe y sir
Arthur Conan Doyle, a quienes podemos considerar padres fundadores del
género detectivesco, dominaban los secretos del formato, y el primero esbozó
los rasgos distintivos, no solo del relato corto, sino también de la novela policiaca:
el personaje menos sospechoso que resulta ser el asesino, el espacio cerrado en
que se desarrolla el misterio, el detective que resuelve el caso desde su
sillón, el estilo epistolar. En palabras de Eric Ambler: «La narrativa
policiaca quizá nació en la mente de Edgar Allan Poe, pero Londres la
alimentó, la vistió y la llevó a la madurez.» Aludía, claro está, al genio de Conan
Doyle, creador del detective más célebre de la literatura. Conan
Doyle dotó al género de respeto por la razón, un intelectualismo en
absoluto abstracto, confianza en la preeminencia de la mente sobre la fuerza
física, aversión por el sentimentalismo y la capacidad de crear una atmósfera
de misterio y terror gótico, pero firmemente asentada en la realidad. Por
encima de todo, más que ningún otro autor, instituyó la figura del gran
detective, ese aficionado omnisciente cuya excéntrica, y a veces estrafalaria,
personalidad contrasta con la racionalidad de sus métodos y que transmite al
lector la reconfortante idea de que, pese a nuestra aparente impotencia,
habitamos un universo inteligible.
Aunque las
aventuras de Sherlock Holmes son las más famosas de dicho período, hay otras
que también merecen una relectura. Julian
Symons, respetado crítico de la ficción policiaca, señaló que los máximos
exponentes del arte del relato recurrían a las historias de detectives para
distraerse de las otras obras que escribían, disfrutando con un género que aún
estaba en pañales y les ofrecía incontables oportunidades en lo referente a la
originalidad y la variedad. G. K. Chesterton es un ejemplo de escritor
que centra su interés en otros campos, pero cuyos cuentos sobre el padre
Brown aún se leen con fruición. Y, como él, una cantidad sorprendente
de autores distinguidos probó suerte con los relatos de misterio. La segunda antología
de Great Stories of Detection, Mystery and Horror, publicada en 1931, contaba
entre sus colaboradores con H. G. Welles, Wilkie Collins, Walter de la Mare,
Charles Dickens y Arthur QuilleCouch, además de los nombres de rigor.
Pocos autores
policiacos actuales escapan a la influencia de los padres fundadores, pero la
mayoría cultiva la novela, más que el cuento. Esto se debe en parte a que el
mercado del relato es bastante reducido en general, pero el motivo principal
radica quizás en que las historias de detectives se han acercado más a las
corrientes dominantes en la ficción, y los escritores necesitan espacio para
explorar a fondo las sutilezas psicológicas de los personajes, la complejidad
de las relaciones y la manera en que un asesinato y una investigación policial afectan
a la vida de dichos personajes.
El relato, por
su propia naturaleza, está sujeto a una serie de limitaciones, por lo que
resulta más eficaz cuando gira en torno a un único incidente o idea principal.
La originalidad y la fuerza de esta idea determinan en buena medida el éxito
del relato. Pese a su estructura, mucho menos compleja que la de una novela y
basada en un concepto más lineal que conduce de forma implacable al desenlace,
el relato permite construir, a una escala reducida, un mundo creíble en el que
el lector puede sumergirse en busca de los mismos placeres que encuentra en la
narración policiaca de calidad: un misterio verosímil, tensión y emoción,
personajes con los que nos identificamos aunque no siempre empaticemos con
ellos y un final que no defraude. Hay algo satisfactorio en el arte de
condensar en pocos miles de palabras todos aquellos elementos de la trama,
ambientación, caracterización y sorpresa que conforman un buen relato policiaco.
Aunque yo
misma me he dedicado sobre todo a la novela, he disfrutado mucho con el desafío
que plantea el cuento: el de conseguir mucho con pocos medios. A pesar de que
no hay espacio para descripciones largas y detalladas, los lugares donde se
desarrolla la acción han de cobrar vida ante los ojos del lector. El retrato de
los personajes es tan importante como en la novela, pero los rasgos de carácter
esenciales deben trazarse con una esmerada economía de palabras. El argumento tiene
que ser intrigante, pero no demasiado complicado, y el desenlace, al que cada
oración ha de conducir de forma inexorable, debe sorprender al lector sin
dejarle la sensación de que lo han engañado. Todos los elementos deben
contribuir a la característica más ingeniosa del cuento: el impacto de la sorpresa.
Por consiguiente, escribir un buen relato es difícil, pero en estos tiempos
ajetreados puede proporcionarnos una de las experiencias de lectura más
satisfactorias.
P. D. James
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