jueves, 15 de junio de 2017

YO, HORACE RUMPOLE,


abogado, a punto de cumplir sesenta y ocho años, letrado de poca monta en el Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales, comúnmente conocido como Old Bailey, marido de la señora Hilda Rumpole (para mí es «Ella, la que Ha de Ser Obedecida») y padre de Nicholas Rumpole (profesor de Sociología en la Universidad de Baltimore, siempre he estado muy orgulloso de Nick); yo, cuya mente rebosa de antiguos crímenes, anécdotas jurídicas y fragmentos memorables del Oxford Book of English Verse (en la edición de sir Arthur Quiller-Couch), además de un amplio conocimiento sobre manchas de sangre, grupos sanguíneos, huellas dactilares y falsificaciones mecanografiadas; yo, en la actualidad el miembro de mayor edad de mi bufete, tomo la pluma a mi avanzada edad en un momento de calma en el trabajo (no hay mucho delincuente por aquí, parece que los más notables villanos de Inglaterra se encuentran de vacaciones en la Costa Brava), a fin de intentar reconstruir por escrito algunos de mis triunfos más recientes (y ciertos desastres no menos recientes) acontecidos en los juzgados, y de paso conseguir algún dinero que no caiga de inmediato en manos de Hacienda, en las de mi ayudante Henry ni en las de Ella, la que Ha de Ser Obedecida, y quizá también de entretener un poco a los que, como yo, han encontrado en la justicia británica una fuente inagotable de diversión inofensiva.

Cuando se me ocurrió por primera vez que merecería la pena plasmar sobre el papel esta parte de mi vida, pensé que lo más lógico habría sido empezar por los grandes casos en los que participé en mi juventud, como el de los asesinatos del búngalo Penge, en el que conseguí la absolución yo solo, sin ayuda de nadie, o el de la falsificación del Club Benéfico de Brighton, del que, tras un exhaustivo estudio de los diferentes modelos de máquinas de escribir, también salí victorioso. Gracias a estos casos, durante un corto período de tiempo, me situé en el punto de mira del News ofthe World, o al menos mi nombre comenzó a aparecer de modo destacado en sus páginas. Pero cuando echo la vista atrás y recuerdo esa época de mi vida en los tribunales, me invade la sensación de que todo eso le hubiera sucedido a otro Rumpole, a un abogado joven y entusiasta a quien apenas hoy reconozco y que ni siquiera tengo muy claro que me guste, al menos lo suficiente como para pasar un libro entero en su compañía.

Ahora no soy una figura pública, he de reconocerlo, pero algunos de los casos que puedo describir, como el escabroso asunto del Excelentísimo Señor Parlamentario, por ejemplo, o el cargo por asesinato contra el más joven (y chiflado) de los desagradables hermanos Delgardo, me situaron, al menos puntualmente, en la portada del News of the World (e incluso me procuraron unas cuantas líneas en The Times). Pero supongo que los lugares donde en verdad soy muy conocido, por no decir que me he convertido en una especie de leyenda, son el Old Bailey, el bar Pommeroy de Flat Street, la sala de togas de los juzgados centrales de Londres y las celdas de la prisión de Brixton. Allí soy famoso por no declararme nunca culpable, por fumar un purito detrás de otro y por citar a Wordsworth a la menor oportunidad. Aunque dicha notoriedad no sobrevivirá a mi cada vez más cercano viaje al crematorio de Golders Green. Los discursos de los abogados se esfuman más deprisa que la comida china en el plato, y ni siquiera la mayor de las victorias ante un tribunal perdura más allá de los periódicos del domingo siguiente.

John Mortimer, Rumpole y las Jóvenes Generaciones

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