lunes, 24 de abril de 2017

MEMORIAS


Una noche cualquiera, un intruso podría subir la empinada escalera que conduce a este ático y deambular durante unos instantes en la oscuridad antes de llegar a la puerta cerrada de mi despacho. Incluso en esa negrura absoluta, una tenue luz escaparía bajo la puerta cerrada, justo como lo hace ahora, y el intruso se detendría ahí, pensando, preguntándose: «¿Qué clase de preocupación mantiene despierto a un hombre hasta bien pasada la medianoche? ¿Qué es exactamente lo que persiste en su interior, mientras la mayoría de sus vecinos duermen?». Y si intentara girar el pomo para satisfacer su curiosidad, descubriría que la puerta está cerrada y que no puede entrar. Y si, al final, se resignara a escuchar a través de la madera, llegaría hasta él un leve rasguñar, representación del rápido movimiento de la pluma sobre el papel, de las palabras que ya están secándose mientras llegan los siguientes símbolos, acuosos, de la más negra de las tintas.

Sin embargo, por supuesto, no es un secreto que en este momento de mi vida permanezco voluntariamente ilocalizable. Las crónicas de mis aventuras pasadas, aunque al parecer resultan fascinantes para los lectores, nunca han sido gratificantes para mí. Durante los años en los que John escribió sobre nuestras muchas experiencias juntos, siempre consideré sus habilidosas (aunque a veces limitadas) descripciones excesivamente recargadas. En ciertas ocasiones, condené su predilección por los gustos del populacho y le solicité que fuera más diligente con los hechos y las personas, sobre todo desde que mi nombre se convirtió en sinónimo de sus a menudo mundanas cavilaciones. En respuesta, mi viejo amigo y biógrafo me pidió que escribiera un relato propio.

—Si cree que he cometido alguna injusticia con nuestros casos —recuerdo que me dijo en al menos una ocasión—, le sugiero que pruebe a hacerlo usted mismo, Holmes.

—Puede que lo haga —le dije yo—, y quizá leerá usted entonces un relato preciso, uno sin los habituales ornamentos del autor.

—Pues le deseo suerte —se burló—. Va a necesitarla.

Tras mi retiro, tuve por fin la oportunidad y la inclinación para, finalmente, emprender la tarea que John me había sugerido. Los resultados, aunque no impresionantes, me resultaron reveladores, ya que me enseñaron que incluso una historia fidedigna ha de ser presentada de una manera que entretenga al lector. Al adquirir tal certeza, abandoné el estilo narrativo de John después de haber publicado sólo dos relatos y, en una breve nota que envié al buen doctor más adelante, le ofrecí una disculpa sincera por las burlas que había vertido sobre sus primeras historias. Su respuesta fue rápida y concisa: «Sus disculpas no son necesarias, viejo amigo. Los royalties lo absolvieron hace años y continúan haciéndolo, a pesar de mis protestas. J. H. W.».

Mitch Cullin, Mr. Holmes

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