miércoles, 26 de abril de 2017

EL LIBRO DE LOS LIBROS


Este libro que descansa ahora tan amistosa y firmemente en sus manos es fruto de una de esas casualidades que determinan la vida secreta de los libros más que cualquier planificación. El pintor, dibujante e ilustrador Quint Buchholz se encontraba una tarde en nuestro despacho para mostrarnos sus trabajos, que, como sobrecubierta de muchos de nuestros libros, habían facilitado gracias a su imaginación poética el camino hasta el lector. Extendidas las hojas en el suelo, no fue difícil reconocer el motivo que las unía a todas: el propósito de representar el libro —o sus protoformas: el papel, la máquina de escribir, la pluma— justo en el instante en que éste recibe la historia y la transmite. Independientemente de los autores, Quint había dibujado la peripecia del libro, que va por el mundo recogiendo historias, o repartiéndolas, o haciéndolas enmudecer. Con su peculiar estilo, había dibujado una Historia de la Literatura como sucesión de los motivos necesarios para el nacimiento y la supervivencia de la misma. ¿Qué resultaba más adecuado, pues, que recurrir a unos autores para que escribieran las historias que yacían implícitas en los dibujos de Quint?Enviamos un dibujo de Quint a cuarenta y seis autores de países distintos, con la petición de que escribieran el texto oculto en él. Todos colaboraron. Y así surgió este libro. Un libro revelador de muchos aspectos de la escritura y de la lectura, y que es un homenaje a un gran artista, que sigue tejiendo de forma tradicional la vieja historia que sólo puede encontrarse entre las dos tapas de un libro.

Michael Krüger

En el invierno de 1996, el escritor y editor Michael Krüger distribuyó entre un total de cuarenta y seis escritores de diferentes países del ámbito occidental un número igual de dibujos del ilustrador Quint Buchholz. Los dibujos tenían un tema común: el libro. Los autores devolvieron a Krüger cuarenta y seis textos referidos a las ilustraciones que les habían correspondido. El resultado es, naturalmente, un libro. Se publicó bajo el título de El libro de los libros, como si fuera la Biblia.

Entre los autores elegidos, figuran nueve españoles, y de sus trabajos quiero hablar, más incitado por la curiosidad que por el análisis, más por su sugerencia que por su resultado.

Dos de ellos son poetas, Ana María Moix y José Agustín Goytisolo. Ambos se han movido hacia la descripción —en esto, con dos excepciones— han coincidido con los narradores. La de José Agustín encierra un movimiento de conciencia de fuerzas opuestas (soledad-gratitud); la de Ana María se asienta en la duda o, mejor dicho, asienta una duda. Ambas son una poesía expositiva y hasta razonada, más propia, quizá, de un narrador que de un lírico, lo que les concede una gracia muy especial.

Los narradores también se apuntan mayoritariamente a la duda, pero lo hacen desde enfoques muy distintos.

Eduardo Mendoza y Javier Tomeo consideran abiertamente la intención del dibujo y, cuando apuntan un sentido, lo hacen con afán de solucionar y cerrar el asunto, pero el primero por ironía, y el segundo por deseo indisimulado, cierran la interpretación del dibujo en una sola dirección, aunque no firman una conclusión.

En cierto modo, Juan Marsé camina por esa senda, pero en cambio nos ofrece una interpretación del dibujo que le ha correspondido mucho más decidida, apuesta por un sentido y lo establece; la sugerencia está más en la descripción que en el resultado, porque éste se ofrece sin tapujos y con decisión: este dibujo contiene esta intención y punto.

Ana María Matute ataca un tema literario por excelencia: la observación de uno mismo, el desdoblamiento, mas con un matiz realmente inquietante: lo que observa es su propia ausencia del lugar que mira. «Ahí he estado y ya no estoy y eso es lo que estoy viendo», dice. Lo cual potencia, de modo extraordinario, a la imagen que le sirve de base (el globo que se aleja, los objetos que permanecen) dotándola de un fuerte dramatismo: podríamos decir que con ello devuelve a esa imagen, en un acto de gratitud artística, la sugerencia que ella le ha ofrecido.

Carmen Martín Gaite y Javier Marías apuestan decididamente por entrar en el misterio que la imagen contiene, pero lo hacen de manera muy distinta. Marías fía su trabajo al estilo y desgrana una serie de consideraciones trabadas precisamente sobre el misterio, misterio que concede de antemano a la imagen. Una vez concedido, el estilo trabaja y la voz se hace con el protagonismo de la situación: el resultado final hace que el misterio se traslade a lo que la voz dice, mientras la imagen parece alejarse, como la misma barca y su barquero. Martín Gaite logra un texto en el que, siendo absolutamente fiel al dibujo, logra doblar la sensación de misterio de éste con la de su propia escritura. Su método es, aparentemente, sencillo: da sentido a esa cama que vuela donde un padre lee a su hija un libro y les acompaña el osito de peluche; en cierto modo, diría que, para dar sentido a esa imagen fantástica, logra con decisión y desparpajo un equivalente al que Buchholz consigue por medio del ave que vuela; ambos normalizan así en el terreno de la sugerencia fantástica la relación entre realidad y fantasía, entre vuelo y tierra; pero Carmen, en un golpe de genialidad, riza el rizo y se hace con la situación; de un golpe, en dos frases, establece, entre la fantasía y la realidad, el reino del sueño y el lector se pregunta, admirado, si no es él mismo quien está soñando este texto desde su propia infancia a la vez que desde su propia madurez. Y ésa es la inquietud dramática que al final persiste.

Por último, Gustavo Martín Garzo opera también sobre el sueño, pero al contrario. Las dos personas que hablan —pues se trata de un diálogo— viven una historia que está fuera del dibujo inspirador y, de hecho, el dibujo (o, mejor dicho, la referencia al dibujo, hecha en forma de sueño: ese dibujo ha sido soñado por uno de los dos) es algo que existe independientemente de los dos. Sólo que, de pronto, se enreda en esa relación porque se vuelve anecdóticamente necesario que así sea. Entonces, en el momento en que sirve para «representar» la relación, no sólo adquiere sentido sino que, devuelto al lector, revela toda su cualidad de misterio, ya que éste ha atravesado y llenado de belleza y de intensidad dramática la escena de Quint Buchholz. Un instante de analogía transforma una imagen en una imagen del mundo.

¿Qué sucede con estas nueve miradas a nueve dibujos? Sucede que, al poner en marcha a nueve escritores, ha creado nueve formas de acercamiento a la realidad o, yo lo prefiero así, nueve formas de percepción de la realidad resueltas por medio de la escritura. Una realidad que, en este caso, viene servida por la imaginación de Buchholz, lo que hace doblemente atractiva la situación. En mi opinión, estos nueve textos breves, juntos, contienen mucha más información sobre el modo en que la escritura crea su propio mundo y establece sus reglas que otras muchas consideraciones acerca de la técnica narrativa. Sólo hay que saber leer y ver. La ocasión, como dice el dicho, la pintan calva.

José María Guelbenzu


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