viernes, 21 de abril de 2017

EL VALOR DE UN LIBRO


Ahora, en la quietud de su biblioteca, con todos sus volúmenes rodeándolo como una gran placenta, Erasmo procedió a desatar el cordel que unía las hojas. A simple vista el legajo estaba compuesto por entre ochenta y cien hojas. Su conservación, como ya había observado en la tienda, era excelente. Se concentró en la primera plana y comprobó que la escritura diminuta y minuciosa que la cubría conservaba la suficiente claridad para que la lectura se pudiera abordar directamente, sin necesidad de costosos procesos digitales para aumentar el contraste e intensidad de los trazos. De hecho, era esa claridad lo que había permitido que Erasmo, incluso con su vista deteriorada, captara ciertas palabras clave que muy cerca habían estado de fulminarlo como un rayo divino. Con la sensación de estar asomándose a un texto sagrado, el bibliófilo empuñó su lupa y acercó la lámpara del flexo. Y en efecto, allí seguía la evidencia que convertía aquellas humildes hojas en un documento absolutamente excepcional. Milagroso.
(...)
Hoy Erasmo López de Mendoza no había encontrado un solo diamante, sino dos. Y ambos de valor incalculable. Eran el nombre de una persona y el título de un libro.
Aun sin haberla descifrado por completo, parecía evidente que en la primera hoja de aquel documento se hacía referencia al novelista más célebre de todos los tiempos y, por si quedaba alguna duda, unas líneas más adelante se mencionaba el título de la novela que lo hizo inmortal. Bajo la lupa de Erasmo descansaba una crónica escrita por un contemporáneo de Cervantes que afirmaba haberlo conocido en persona.
Dios era grande y Erasmo López de Mendoza su profeta.
(...)
Erasmo dedicó el resto de la tarde a tratar de descifrar las primeras páginas del manuscrito. Cada línea que leía renovaba su convicción de que la pieza que acababa de cobrar no era grande, sino gigantesca. «Una auténtica ballena blanca entre los manuscritos», se dijo con un guiño de homenaje para el burlado librero Maestre. El autor, un tal Gonzalo de Córdoba, anunciaba su intención de narrar una serie de acontecimientos vividos en su juventud, y para ello se remontaba hasta cuarenta años antes de la fecha en la que estaba datado el manuscrito, en concreto hasta ciertos días de los meses de septiembre y octubre de 1604. Y lo más fascinante del asunto era que aquellos acontecimientos parecían involucrar de un modo muy directo a un tal Miguel de Cervantes, natural de Alcalá de Henares y antiguo soldado de su majestad. Es más, los hechos narrados giraban en torno a otro manuscrito, el de un libro que estaba a punto de entrar en la imprenta, por más señas una novela cómica protagonizada por cierto hidalgo manchego devenido caballero andante.
Aquello no podía ser cierto. Tenía que tratarse de alguna clase de broma sofisticada y cruel. (...) Pero su experiencia con impresos y manuscritos era demasiado amplia para considerar seriamente la posibilidad de que todo hubiera sido un montaje y, por tanto, el manuscrito que tenía delante no fuese más que una falsificación. Estaba, para empezar, el tipo de papel, que por sus características (grosor, textura y filigrana) correspondía sin duda a la época en la que estaba fechado el manuscrito. (...) Por otro lado, los varios lustros de Erasmo como bibliófilo le habían permitido desarrollar un sexto sentido con respecto a los impresos y los manuscritos antiguos, y aquel instinto le decía que el que tenía delante era original con un 99 por ciento de certeza. Y ante tamaña responsabilidad no pudo evitar sentirse igual que Moisés por los días en que bajó del Sinaí con las Tablas de la Ley.
Las Tablas de la Ley, escritas por Yahvé de su puño y letra. Esa sí que sería una pieza cotizada. Reunía todos los requisitos: manuscrito, ejemplar único, antigüedad, prestigio de su autor, trascendencia del texto... Pero se daba la circunstancia de que aquel legajo que tenía delante, ya de por sí un singular tesoro, podía representar la llave para un hallazgo que solamente admitía parangón con el original de los Diez Mandamientos. Ya en la primera página de su crónica, Gonzalo de Córdoba declaraba que durante los últimos cuarenta años había conservado el manuscrito de El ingenioso hidalgo, que todavía obraba en su poder, y que lo había preservado como una joya para que lo heredaran sus hijos y los hijos de estos. Y todo ello por expreso deseo de su autor, que así lo había manifestado y rubricado con su firma al pie del texto de la obra, en la última página del manuscrito original. Así las cosas, Erasmo juzgó concebible que la crónica de Gonzalo de Córdoba, aquel mismo legajo que descansaba sobre su mesa, contuviera pistas sobre la localización del autógrafo del Quijote. Si antes había calificado su hallazgo de hoy como la «ballena blanca de los manuscritos», el autógrafo de la novela de Cervantes sería tan extraordinario y milagroso como la localización del mismísimo Santo Grial, con el ADN de Jesucristo y los Doce Apóstoles en forma de baba petrificada en torno al borde de la copa.
Si hoy en día saliera a la venta un ejemplar de la edición princeps del Quijote (la primera de Juan de la Cuesta, comienzos de 1605), su precio alcanzaría probablemente varios millones de euros. Y se trataba de un libro impreso del que probablemente se habían tirado unos mil ejemplares (aunque solo se tenía constancia del paradero de unos veinticinco). Pero, ay, los manuscritos eran harina de otro costal. En el año 2000 la sala Christie’s de Nueva York subastó un capítulo autógrafo del Ulises de Joyce, novela execrable donde las hubiera en opinión de Erasmo. Aun así, hubo alguien dispuesto a pagar un millón y medio de euros por aquellas veintisiete páginas garrapateadas por un borrachuzo irlandés aquejado de úlcera duodenal. En 1994, Bill Gates no había dudado en desprenderse de treinta millones de sus Windows-dólares para hacerse con un códice autógrafo de Leonardo da Vinci, a razón de casi un millón de euros por hoja. ¿Qué representaría la irrupción en el mercado del manuscrito completo de la primera parte del Quijote? ¿Mil millones? ¿Dos mil millones? ¿El presupuesto nacional entero?
De repente Erasmo sintió vértigo y lo atenazó la sensación de estar asomándose a un pozo sin fondo, de modo que se vio obligado a acudir a la cocina para prepararse una tila que tuvo la virtud de ayudarlo a recomponerse.
Hasta las cuatro de la mañana no fue capaz de separarse del legajo. Cada línea encerraba nuevas sorpresas y elevaba el barómetro de su emoción en varios grados. Pero la experiencia de leer el manuscrito, aun siendo fascinante, le estaba deparando también un alto grado de frustración. La culpa, para empezar, la tenía el misterioso cronista y su endiablada escritura. La letra era ampulosa y enrevesada, como correspondía a la caligrafía de la época. Incluso resultaba algo más confusa de lo habitual, como si el autor del manuscrito no hubiese recibido una educación al uso, sino que hubiera aprendido a escribir por sí mismo. Con la ayuda de su lupa Erasmo había logrado descifrar las líneas del comienzo, aquellas que contenían la primera mención a Cervantes y al Quijote. Luego el proceso se había complicado por culpa de su deficiente vista, y eso no había lupa que lo remediara. En condiciones normales su degeneración macular representaba un serio fastidio. Pero cuando trataba de forzar la vista, la zona ciega del centro de su retina extendía sus dominios hasta que todo su campo visual parecía cubierto por una lámina de agua turbia. Y esta tarde había forzado la vista como no lo había hecho desde hacía años. Tras un largo rato de afanosa lectura, apenas se había adentrado en la tercera página de la crónica, y ello sometiendo su cuello a una dolorosa torsión a fin de aprovechar su visión periférica, la única que estaba libre de niebla. Poco después, su vista había quedado reducida a un triste lagrimeo, y hasta el más ligero movimiento de cabeza le arrancaba un gemido de agonía. Para colmo, ahora apenas era capaz de identificar palabras, y los trazos de escritura empezaban a parecerle patitas de insecto. El mayor hallazgo de la historia de la bibliofilia tal vez estuviese al alcance de su mano, y él se sentía impotente para gozar su premio por culpa de una pejiguera llamada degeneración macular. Ríase usted del suplicio de Tántalo.
Mientras guardaba el manuscrito en la caja fuerte donde dormían sus piezas más valiosas, Erasmo López de Mendoza comprendió con dolorosa clarividencia que el tiempo había hecho en él su inexorable labor de zapa y que, por tanto, no iba a poder emprender en solitario aquella aventura.

Eloy Cebrián, Madrid 1605


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