jueves, 13 de abril de 2017

EL ENTIERRO DE GENARÍN


El día de Jueves Santo de 1929, cuando Genaro Blanco Blanco moría atropellado por el primer camión de la limpieza que conoció la ciudad de León, dio comienzo una leyenda que continúa viva hasta nuestros días. Pellejero de profesión, habitual de los bajos fondos de la ciudad, devoto del orujo, de las timbas y de los prostíbulos, su muerte fue tan sonada que pronto se creó una cofradía integrada por poetas y bohemios de la noche y dedicada a honrar su memoria.

El Entierro de Genarín es la crónica de esta leyenda, el evangelio apócrifo en el que se relatan la vida y los milagros del célebre pellejero, el irónico homenaje a un vividor que se ha convertido al pasar del tiempo en el santo de los borrachos y los bohemios.

Pero, a pesar de todo, a pesar del luto con que tiñó las calles la noticia de la muerte de Genaro, ésta no hubiera pasado de ser una más de las muchas que cada día ocupan las páginas de sucesos de los periódicos de no haber mediado un azar milagroso que salvó su recuerdo de la costra de olvido y desconsuelo con que el tiempo habría de enterrarle para siempre. Y este azar milagroso, sin precedente alguno ni tan siquiera analogía en los anales del santoral cristiano, fue a venir de la mano de un grupo de bohemios leoneses, mitad búhos, mitad poetas, que, a contrapelo de leyes y costumbres, todas las noches de Jueves Santo, cuando el reloj de la plaza Mayor desgranaba las doce campanadas que preceden al reino de las brujas y los muertos, recorrían en cortejo las calles de la ciudad desgranando sus versos alcohólicos a la luz de un candil o de una farola. El cortejo lo formaban, con algunos añadidos de ocasión, cuatro hombres que, con la luz del nuevo día, recobraban otra vez su condición de ciudadanos terrenales: Francisco Pérez Herrero, mecánico dentista y poeta de cierto relumbrón; Luis Rico, aristócrata y dandi; Nicolás Pérez el Porreto, árbitro de fútbol, y Eulogio el Gafas, taxista por profesión y coplero por devoción. Con el tiempo, y por esos misteriosos designios del destino a los que nadie puede escapar, los cuatro habrían de convertirse en los evangelistas de Nuestro Padre Genarín.


Entre la picaresca y el esperpento literario, dos géneros típicamente españoles, Julio Llamazares traza en este libro —su primera obra narrativa, ilustrada con grabados del pintor Antonio Santos— un magnífico y divertido retrato de la insólita y provocadora procesión que cada noche de Jueves Santo recorre las calles de León.

Cuatro son los milagros que, hasta el momento, y sin posibilidad de discusión alguna, hay que atribuir a la intervención de Nuestro Santo Padre Genarín. Cuatro milagros que, a raíz de su aciaga muerte, vinieron a consolidar definitivamente su fama de santo y generoso romántico.

La redención de la prostituta que lo encontró muerto, que, según la tradición, dejó la prostitución y se volvió a su Lugo natal.

Si el rabí, en su calvario, tuvo su Magdalena,
tú también la tuviste, amado Genarín.
Fue una mujer airada que se llamó la Moncha
y hoy vive redimida de su golfo vivir.

Y es que, según las crónicas de la época, la tal Moncha, que en tiempos estuviera de pupila en el burdel de doña Francisquita hasta ser privatizada por un ardiente abogado leonés, quedó tan hondamente impresionada por la muerte de Genaro que, al día siguiente, dejó plantado al picapleitos, abandonó su vida disoluta y se retiró en silencio a su ciudad natal de Lugo a regentar una cantina sin trastienda.

El gol de la Cultural Leonesa, que llevaba muy mala temporada hasta que los evangelistas de Genarín decidieron bendecir el campo de juego del estadio de la Cultural, al parecer con orujo, la noche anterior.

Tú que pitas más que un árbitro,
Genaro de mis amores,
danos algún positivo
y alivia nuestros dolores.
Redime nuestra derrota
de aquel equipo de Murcia
lo mismo que redimiste
a la Moncha siendo furcia.
Que la Cultural, Genaro,
ya ni un partido más pierda.
Y da a Dios lo que es de Dios
y a César lo que es de César,
que es jugar como Dios manda
en la línea delantera
con Rabadán en la media.
Haz que este campo tan bello
tenga su mejor historia,
pues, si se vuelve a perder,
a sembrar en él zanahorias.
(...)
Manda un milagro, Genaro.
¡Que pierda mañana el Hércules!


El castigo del sereno que robaba las ofrendas (el orujo, el queso…) de los devotos.

Apenas media hora más tarde de que los evangelistas le pidieran justicia de rodillas y la comitiva se alejara de la carretera, camino de la próxima Estación, vio surgir entre las sombras de los cubos la silueta sigilosa del sereno. Le miró encaramarse con increíble agilidad por la muralla y esperó a que estuviera arriba, con los sagrados alimentos al alcance de la mano, para hacer desprenderse una piedra bajo sus pies. El sereno, con las dos manos ocupadas, perdió pie y cayó desde lo alto estrellándose violentamente contra la carretera. Pudo haberse matado como resultado de tan tremendo golpe, pero Genaro, que aunque aprieta nunca ahoga, y que lo único que seguramente pretendía era darle un escarmiento al tiempo que salvaba la ofrenda sacrosanta, se limitó a romperle la cadera y regalarle una cojera vitalicia que sirviera de ejemplo a otros posibles profanadores.

La maldición del sereno coincidió exactamente con la prohibición gubernativa que cayó sobre el Entierro y, consiguientemente, con la larga era de prohibición y silencio que habría de envolver la venerada imagen de San Genaro.

El cuarto milagro fue el del enfermo de riñón:

Fue el año 1978 cuando, con ocasión de autorizarse el Entierro y las actividades de la Cofradía nuevamente, Nuestro Santo Padre quiso al parecer celebrar efeméride tan fausta premiando la fe de un labriego de La Sobarriba que, castigado por un doble cólico nefrítico, desahuciado ya de forma repetida por todos los médicos de la ciudad, acudió desesperadamente buscando el favor de San Genaro. Y esa noche, mientras la comitiva aclamaba de rodillas la gloria resucitada, orinó furtivamente en el mismo lugar en que Genarín estaba orinando cuando le vino a aplastar el camión de la limpieza. Al labriego sobarribeño no sólo no le aplastó ningún camión, sino que de inmediato sintió un profundo alivio y pudo ver sorprendido a sus pies la piedra del tamaño de una nuez que había expulsado.

Hoy, ese labriego no sólo se limita a mostrar a cuantos peregrinos llegan a su pueblo la piedra guardada como preciada reliquia en una urna de cristal en la cocina de su casa, sobre la televisión. Es el mayor propagandista de Genaro y, desde aquella noche santa, recorre incansable las instancias religiosas oficiales —infructuosamente hasta el momento— para que a Genarín se le nombre patrón de los enfermos del riñón.

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