Comencemos con nuestro texto de esta semana
El narrador de
historias aparecía de vez en cuando por la hacienda y siempre era bien
recibido. En realidad, era un vagabundo desarraigado que se ganaba el sustento
contando historias y leyendas por el mundo. Sus narraciones no siempre fueron
nuevas, pero su modo de relatarlas les otorgó una especie de magia especial. Su
voz podía resonar como un trueno o susurrar como un céfiro. El viajero era
capaz de imitar una docena de voces a la vez y de silbar como un pájaro con tal
fidelidad que las propias aves acudían a él para escuchar lo que tenía que
decir.
Y, cuando
imitaba el aullido del lobo, el sonido era capaz de erizar el pelo de la nuca a
los oyentes y atenazarles los corazones como si hubiera llegado lo más crudo
del invierno. El viejo era capaz de imitar el sonido de la lluvia y el viento
y, lo más asombroso del todo, el sonido de la nieve al caer. Sus historias
estaban llenas de sonidos que les daban vida, y a través de ellos y de las
palabras con que urdía sus relatos, parecían cobrar vida también para sus
arrebatados oyentes las imágenes, los olores e incluso el tacto de unos tiempos
y lugares remotos y extraños. El narrador ofrecía gratis todas estas maravillas
a cambio de unos platos de comida, unas jarras de cerveza y un rincón cálido del cobertizo del heno
donde poder dormir. El hombre vagaba por el mundo tan libre de posesiones
materiales como los pájaros
David Eddings, Crónicas de Belgarath
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