lunes, 10 de septiembre de 2018

MIS PRIMERAS LETRAS



Abajo, en el salón, se encontraban los libros. Había una estantería llena. Y no estaban encerrados en armarios, como en las casas de los ricos, ni tampoco cargados de cadenas, como los que he visto después en la catedral de Hereford, sino libres y a mi alcance.
Siendo yo muy chico, y cuando aún andaba a gatas, ya jugaba a vaciar los estantes más bajos. Empujaba los libros hasta el borde, los dejaba caer e intentaba apilarlos. O bien, acostado en el suelo, rodaba sobre ellos y mordisqueaba los cantos, como hacen los cachorros.
Luego me dio por cogerlos y echarlos dentro de un gran jarrón de porcelana, blanco y azul, que mi padre  había traído del lejano Oriente y que se usaba para guardar paraguas y bastones. Como el jarrón era más alto que yo y no podía atisbar el interior, creía que cuanto caía allí desaparecía para siempre.
Pero no era así, claro. Cuando los libros rebasaban el borde, mi madre y mi tía Annie, que vivía con nosotros, los sacaban y volvían a colocarlos en sus estantes, para que yo empezara de nuevo.
También me aficioné a ilustrar los libros con mis garabatos. Me daban hojas en blanco para que las emborronase, pero yo prefería las páginas impresas, porque tenía la impresión de que las líneas y los párrafos eran también dibujos, y solo había que completarlos.
Hacía círculos y tachaduras sobre los textos y luego seguía en los márgenes o en otras páginas, hasta que me cansaba.
Ni mi madre ni mi tía, que solo tenía quince años más que yo, me prohibían esas distracciones. No era que considerasen aquellos libros poco valiosos, sino al contrario. Querían que me acostumbrase a su compañía, antes incluso de poder leerlos. ¿Y qué importaba si los llenaba de dibujos o se desencuadernaban un poco? (…)
Aprendí el abecedario en la escuela, que estaba a pocas calles de distancia, río arriba. Cada día, el maestro dibujaba en la gran pizarra de la clase una letra nueva que debíamos copiar una y otra vez en nuestras pequeñas pizarras individuales.
Yo imaginaba que, cuando las borraba de mi pizarra, las letras se desvanecían también de mi memoria, y para siempre. Un día le conté ese temor a mi madre, que se echó a reír.
—Las letras no desaparecen, John —dijo—. Se quedan ahí. —Me tocó la frente—. Esperando a que vuelvas a escribirlas.
Un año empezamos a leer de verdad, hilvanando las letras para formar palabras. Para mí resultó bastante sencillo. Era como si las palabras estuviesen dormidas, y fueran despertándose y poniéndose en pie a medida que las pronunciaba.
En cambio, la mayoría de mis compañeros de clase no lo consiguió. Cada palabra se les antojaba un escollo, y sentían como si los libros fuesen sus enemigos y estuvieran allí para dificultarles la vida. Algunos solo aprendieron a leer a medias, y eso tras mucho esfuerzo.
Creo que, si a mí se me dio bien la lectura, fue gracias a mi temprana familiaridad con los libros. Siempre me gustó que pareciesen tan quietos y callados, y que al mismo tiempo fuesen tan elocuentes. Cierto que con frecuencia no entendía lo que leía, pero eso es algo que aún me sucede.
Solía llevarme libros a la cama y dormía rodeado de ellos, como si formasen una barricada. Cuando tenía una pesadilla, los buscaba a tientas, los abrazaba y me quedaba tranquilo.

Vicente Muñoz Puelles, La Isla de los Libros Andantes

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