jueves, 27 de septiembre de 2018

PLATERO


El 1 de agosto, por la tarde, una docena de niños revoltosos suben a zancadas las escaleras del piso de Velázquez. Los reciben con los brazos abiertos Zenobia, su esposo, Luisa y Matilde. Algunos son muy pequeños, de apenas cinco o seis años. En sus rostros se aprecian los surcos que el destino ha grabado en sus vidas en estos últimos días: miedo, desamparo, hambre...
Muchos jamás han visto una vivienda con tantas comodidades y lujos, y no dejan de corretear de un cuarto a otro, como un enjambre de abejas, sin que sea posible poner orden para organizarlo todo. Algunos se han metido en el baño y no dejan de abrir grifos y vaciar la cisterna una y otra vez. Las tres mujeres intentan hacerse con ellos, que parece que enloqueciesen, como si todo el vigor del mundo corriese por sus venas.
-Ayúdanos, por favor -le suplica Zenobia al poeta, que contempla, divertido, la escena desde un rincón.
Juan Ramón coge a uno de los pequeños en el regazo y se acomoda en una silla. Comienza a recitar algunos versos con ese acento suyo tan particular. Inicialmente, los niños no le prestan atención, pero poco a poco se van calmando y, uno a uno, se sientan a su alrededor sobre el suelo alfombrado para escucharlo, como si su voz fuese un reclamo irresistible. Matilde asiste a la escena sorprendida,mientras Zenobia y Luisa sonríen. Cuando los tiene a todos a su alrededor, antes de que vuelvan a desbocarse, Juan Ramón consigue hechizarlos por completo.
-¿Sabéis quien es Platero?
¡No! -chillan a la vez.
-¡Un fascista! -grita al fondo uno de los mayores, y niños y adultos rompen a reír, aunque en el rictus del poeta y de Zenobia se vislumbra cierto horror.
-No, no, Platero es un burro -les aclara Juan Ramón-. ¿Queréis que os cuente su historia?
-¡Síiii!
-«Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado...».
Mientras el poeta prosigue con su relato, las mujeres se ponen manos a la obra y organizan los cuartos y los colchones atendiendo a las edades y necesidades de los niños. Al concluir van a la cocina, donde han preparado unas bandejas con la merienda y unos vasos de leche, y las sacan al salón ante la indiferencia de los pequeños, hipnotizados con la historia de Platero y con el acento andaluz del poeta, que les hace mucha gracia. Matilde no tarda mucho en mostrarse encandilada y Zenobia le hace un gesto a su esposo para que vaya terminando.
-«¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno -concluye el poeta su relato-. En fin, tenemos que ir terminando».
-¡No? ¡Más! -gritan todos con indignación.
-Descuidad, mañana leeremos el siguiente capítulo.
-¿Y cómo se titula? -pregunta uno.
-«El eclipse» -responde Juan Ramón.
-¿Y eso qué es?
-Mañana os lo explicaré -ataja Juan Ramón, que no quiere prolongar la conversación, a la vista de la impaciencia de su mujer (...)
Nicasio lo ayuda a llegar a un edificio situado unos portales más allá. Entra con él y lo guía escaleras arriba. Por el hueco baja un formidable estruendo de voces infantiles, bromas y risas.
Entre sofocos, el hombre llama a la puerta de una vivienda. Esta se abre con prontitud y surge un niño que enseguida se abalanza sobre él.
-¡Platero, Platero! -le grita apretándole las piernas.
Nicasio tiene que agarrarlo para que el ímpetu del niño no lo tire. Enseguida se juntan en el pasillo un montón de niños de las más variadas edades. Nicasio no entiende cómo este hombre de aspecto tan débil pudo concebir a tan ruidosa prole. Es entonces cuando la ve. inocente y lozana como una virgen en un retablo, Matilde sostiene a uno de los pequeños en brazos y le sonríe.
-¿Se encuentra bien el señor?  -pregunta ella a Juan Ramón, al borde del desvanecimiento entre el tumulto de los muchachos.
-Sí, si, gracias a este amable mozo que se llama... Sin él no sé qué habría sido de mí.
-Nicasio. Fue un placer ayudarlo -contesta ufano ante la presencia de Matilde.
-Pase si quiere. Los niños me esperan y no puedo faltar a mi cita antes de acostarlos. Ya ve cómo se ponen los inocentes.
Nicasio lo acompaña al butacón que preside el salón y lo ayuda a sentarse.
-Ya ve, el trono del poeta -comenta Juan Ramón con resignación.
Todo el rebaño infantil se sienta alrededor de él sobre la alfombra.
-Un vaso de agua, hija mía -le pide a Matilde.
Ella, con descaro, coloca el niño en los brazos de Nicasio, que no sabe muy bien qué hacer con él, y se va a la cocina.
Juan Ramón bebe a pequeños sorbos del vaso, aclara la garganta, toma el libro y comienza la lectura para sus encandilados oyentes.
-«El claro viento del mar sube por la costa roja, llega al prado de la atalaya, ríe entre las tiernas florecitas blancas; después se enreda por los pinares sin limpiar y mece, hinchándolas como velas sutiles, las encendidas telas de araña celestes, rosas de oro... Toda la tarde es ya viento marinero...».
Con el niño en brazos, Nicasio cae también bajo el embrujo del sentido relato, pero aún más bajo la mirada azabache de Matilde, que no se pierde ninguna de las mágicas palabras del poeta, como si quisiese apresarlas para siempre. «Ella sí que es viento marinero, florecita, tela de araña celeste», piensa el chico. La joven descubre la mirada anhelante de Nicasio y el arrebol se extiende como una fogata por su rostro. Un estremecimiento simultáneo recorre sus cuerpos precoces y los sorprende con una nueva sensación, extraña pero placentera. Juan Ramón, sin dejar de leer a su exigente público, sonríe al advertir esa corriente eléctrica que atraviesa a los jóvenes y que preñó el aire del anochecer de una tenue fragancia de tormenta. Sabe que su fuerza, la fuerza de ese amor que brota como una flor esplendorosa, puede alumbrar los rincones más sombríos del alma humana, incluso en estos tiempos oscuros que les ha tocado vivir(...)
Los niños no paran de travesear y revolotear todo el día. Solo la hora de la lectura del poeta es sagrada para ellos. Cuando ven que toma el libro y se acomoda en su butacón, todos se calman y escuchan con atención las aventuras y desventuras del burrito Platero. El día que Juan Ramón les relata con dulzura su muerte, lloran desconsolados; incluso Matilde busca consuelo sobre el pecho de un emocionado Nicasio, que intenta no soltar una lágrima.
Uno de los más pequeños incluso se abalanza sobre Juan Ramón, golpeándole con sus pequeñas manos.
-¡Lo has matado, lo has matado! -le recrimina entre sollozos.
Zenobia entra y los encuentra a todos llorando; momentáneamente, se asusta, temerosa de que le haya ocurrido algo a alguno de los niños, pero al conocer la causa de tanta tristeza, fulmina a su esposo con la mirada.
Por la noche, los Jiménez cenan en silencio en la calle Padilla. Él come con total parsimonia, ajeno al enfado de Zenobia. Ella intenta contenerse, pero al final estalla.
-Ha sido una crueldad leerles a los niños la muerte de Platero.
-¿Crueldad, dices? La vida es cruel, y la guerra, y el amor... No veo por qué habría de mentirles.
-No digo que les mientas, solo que...
-¿Dulcificar la cicuta el poeta?

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