Cuando el
curso comienza hay que redactar un interminable mazo de folios por asignatura
llamado programación. El motivo es que un ser siniestro y maligno llamado
inspector puede aparecer el día menos pensado para exigirla y, según parece, las
siete plagas de Egipto son una broma comparadas con lo que puede ocurrir si no
está terminada.
Mentar las
programaciones en un claustro de profesores es como hablar de España en casa de
Puigdemont, de la República en el Palacio de la Zarzuela o de impuestos en el
vestuario de un equipo de fútbol. Simplemente no caen bien. Creo que si a
cualquiera de ellos se les apareciera en estos días el genio de la botella y le
concediera tres deseos, el primero sería que le redactara las programaciones.
Algún veterano
me ha confesado que antes se podían copiar de un año para otro cambiando solo
las fechas, pero desde que los políticos se han empeñado en hacer una nueva ley
de educación cada vez que salen de fiesta y se exceden con los gin-tonics ese
truco ya no funciona. Por eso, circulan entre mesas y pasillos rumores acerca
de misteriosas páginas de Internet en las que hay colgadas algunas de las que
puede sacarse algún provecho.
Puesto que me
ha costado un esfuerzo considerable captar el intríngulis del asunto (qué lindo
era todo en el máster de educación) y además llevo una semana con dedicación
exclusiva al tema, creo que al fin estoy en condiciones de desvelar el misterio
de las programaciones.
Se supone que
a lo largo de una extensión que puede oscilar entre cincuenta y cien páginas
deben detallarse los datos de la asignatura, quién la imparte, en qué nivel y otros
detalles menores. Hasta ahí, bien.
Después se
contextualiza, esto es, se determina a qué tipo de alumnado va dirigida para
adaptarla a él, como si Felipe V de mi corazón fuera material flexible
fabricado con caucho. Luego se enumeran los objetivos de la etapa, o sea, qué
se pretende conseguir de los jóvenes a final de curso. Si cito el primero que
marca la ley creo que el lector entenderá los espinoso de la cuestión sin
necesidad de extenderme en detalles innecesarios: «Ejercer la ciudadanía democrática
desde una perspectiva global y adquirir una conciencia cívica responsable,
inspirada por los valores de la Constitución Española, así como por los
Derechos Humanos, que fomente la corresponsabilidad en la construcción de una
sociedad justa y equitativa».
Tras leer el
objetivo (cinco veces, por si comenzaba a sufrir trastornos serios de
comprensión) las cejas se me empezaron a juntar y mi cabeza empezó a calibrar
diversas posibilidades. En concreto una por lectura.
1. Quien
redactó esto se excedió muy seriamente con los gin-tonics.
2. Lo hizo en
plena resaca.
3. No ha
pisado un centro educativo en su vida.
4. No tiene
hijos adolescentes.
5. Todas las
anteriores son correctas.
Más tarde se
especifican los objetivos de la asignatura, que no son aprobarla con nota. No.
Ojalá fuera tan simple. Para Historia de España, la cosa no mejora: «En su
carácter formativo, subraya el desarrollo de técnicas y capacidades propias del
pensamiento abstracto y formal, tales como la observación, el análisis, la
interpretación, la capacidad de comprensión y el sentido crítico».
Ya cejijunto
perdido, mis alarmas se disparan, porque no estoy muy seguro de saber hacer yo
mismo lo que el chupatintas iluminado (achispado, quiero decir) me pide que
enseñe a jóvenes de pantalón caído con tan fácil alegría. Desde luego, los
profesores de estos políticos deberían admitir que no se esmeraron con sus
programaciones. Claro, que como no era la misma ley...
A continuación
deben enumerarse los temas (perdón, unidades didácticas) especificando el
número de horas que se dedicará a cada uno. Así, de antemano, sin saber si en
una clase tendrás cinco einsteins o diez descerebrados.
Aunque según
me han contado, además del producto nacional bruto lo normal es enseñar todo
eso a tres rumanos, cuatro ecuatorianos, un peruano, quizá algún moldavo o
ucraniano, dos dominicanos y diversos chinos cuyo nombre nunca podrás recordar.
Ni siquiera podré, me dicen, diferenciarlos por su voz ni por el sitio en el aula
(consta que alguna vez se han cambiado y no se ha dado cuenta nadie)… Eso por
no hablar de los que llegan de cualquier parte en enero o abril sin entender
una palabra de español. Al parecer esos iban antes a un lugar llamado Aula de
Enlace para aprender el idioma, pero el curso pasado la suprimieron por falta
de presupuesto. En conclusión, más que bilingüe este instituto es decididamente
el Aula de Enlace de la ONU.
El siguiente
apartado de la programación lleva un título cautivador: «Criterios
metodológicos y estrategias didácticas», o lo que es lo mismo, cómo carajo te
las vas a apañar para que esos adolescentes con cascos en la cabeza adquieran,
entre otras cosas, una conciencia cívica responsable inspirada en la
Constitución Española y los Derechos Humanos.
Socorro.
El mamotreto
obliga a precisar también cuántas pruebas se realizarán para poner la
calificación, el valor de cada una, los mecanismos para recuperar en caso de no
haber alcanzado los objetivos… Y termina con un epígrafe que lleva el pomposo
título de «Estándares de aprendizaje». De eso no puedo hablar porque aún no sé lo
que es.
Creo que mis
compañeros tampoco, porque cuando les pregunto cambian de tema, se van con
cualquier excusa o se empeñan en invitarme a café.
Ah, y un
secreto más sobre las programaciones: existe la sospecha de que nadie las
cumple y nadie (ni siquiera el siniestro inspector) las lee nunca.
Miguel Sandín, El Lazarillo de
Torpes
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