domingo, 9 de septiembre de 2018

—HOLA…, ME LLAMO… ÍÑIGO MONTOYA

El conde y los guardias tardaron tres minutos completos en llegar al portal, y cuando lo hicieron, el conde no podía creerlo, él mismo había visto cómo mataban a Westley y ahí estaba Westley. Acompañado de un gigante y de un tipo aceitunado con unas extrañas cicatrices. Hubo algo en aquellas cicatrices gemelas que le penetró en lo más hondo de la memoria, pero no era aquél un momento para reminiscencias.
—Matadlos —le ordenó a los espadachines—, pero dejad al de tamaño mediano hasta que yo os lo diga.
Y los cuatro guardias desenvainaron sus espadas…, pero demasiado tarde; demasiado tarde y con excesiva lentitud, porque cuando Fezzik se puso delante de Westley, Íñigo atacó: la gran hoja se movió, cegadora, y el cuarto guardia moría antes de que al primero le hubiera dado tiempo a tocar el suelo.
Jadeante, Íñigo se quedó inmóvil durante un momento. Luego se dio media vuelta en dirección del conde Rugen y efectuó una reverencia rápida y ostentosa.
—Hola —dijo—. Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre. Disponte a morir.
Por su parte, el conde hizo algo verdaderamente asombroso e inesperado: se dio la vuelta y echó a correr. Eran las seis menos veintitrés minutos (...)
Íñigo iba recuperando terreno. En la estancia contigua alcanzaba a ver un atisbo del noble en fuga, y cuando llegaba allí, el conde se las arreglaba para pasar al cuarto siguiente. Pero, poco a poco, Íñigo iba sacándole ventaja. A las seis menos veinte, sintió la plena confianza de que después de una persecución de veinticinco años, al fin podría vengarse (...)
E Íñigo no tenía manera de saber que el conde Rugen llevaba una daga florinesa. Ni que era un experto en su manejo, Íñigo tardó hasta las seis menos diecinueve minutos para abordar al conde. En una sala de billares. «Hola —se disponía a decir—. Me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir». Pero en realidad logró pronunciar sólo unas cuantas palabras: «Hola, me llamo Íñi…».
Y entonces la daga le efectuó una redistribución de las tripas. La fuerza del impacto lo hizo retroceder hasta una pared. El chorro de sangre que fluyó lo debilitó tan deprisa que no logró tenerse en pie.
—Domingo, Domingo —susurró, y a las seis menos dieciocho minutos se encontró perdido y de rodillas (...)
Íñigo también estaba hablando. Seguían siendo las seis menos dieciocho minutos cuando murmuró:
—Perdón…, padre…
El conde Rugen oyó aquellas palabras, pero no les encontró sentido hasta que vio la espada que la mano de Íñigo aún empuñaba.
—Eres ese mocoso español al que una vez di una lección —dijo, acercándose más y observando las cicatrices—. Es increíble. ¿Te has pasado todos estos años persiguiéndome para fallar en este preciso instante? Creo que es lo peor que he oído en mi vida; qué maravilloso.
Íñigo no pudo decir nada. La sangre le manaba a borbotones del estómago.
El conde Rugen desenvainó la espada.
—… perdón, padre…, lo siento…
«¡No me vengas ahora a pedir perdón! Me llamo Domingo Montoya. Di mi vida por esa espada y a mí no me pidas perdón. Si ibas a fallar, ¿por qué no te moriste hace años y me dejaste descansar en paz?».
Entonces MacPherson también comenzó a perseguirlo:
—¡Españoles! Jamás debí tratar de enseñarle a un español; son tontos, se olvidan de las cosas, ¿qué haces con una herida? ¿Cuántas veces te he enseñado lo que se ha de hacer con una herida?
—Cubrirla… —respondió Íñigo, y se arrancó el cuchillo del cuerpo y hundió el puño izquierdo en la herida.
Los ojos de Íñigo comenzaron a enfocar un poco mejor, no muy bien, no perfectamente, pero lo preciso como para ver que la espada del conde se le acercaba al corazón; Íñigo no logró hacer mucho con aquel ataque, desviarlo levemente, empujar la punta de la hoja hacia su hombro izquierdo, donde no le produjo un daño insoportable.
El conde Rugen se quedó un tanto sorprendido de que hubiesen desviado su acero, pero no estaba nada mal aquello de traspasar el hombro de un indefenso. No había prisa cuando se lo tenía acorralado.
—¡Españoles! —volvió a gritarle a MacPherson—. Dame un polaco cuando quieras, al menos los polacos se acuerdan de usar la pared cuando tienen una a mano; sólo a los españoles se les olvida utilizarla…
Lentamente, centímetro a centímetro, Íñigo se valió de la pared para incorporarse; utilizó las piernas para empujar, y dejó que el muro se encargara de proporcionarle todo el apoyo necesario.
El conde Rugen volvió a atacar, pero, por un cierto número de motivos, lo más probable porque no había esperado que su contrincante se moviera, no lo alcanzó en el corazón y tuvo que conformarse con hundir la hoja de su acero en el brazo izquierdo del español.
A Íñigo no le importó. Ni siquiera lo notó. Lo único que le interesaba era su brazo derecho; apretó la empuñadura y notó que conservaba la fuerza en la mano, suficiente como para atacar al enemigo, y el conde Rugen tampoco se había esperado aquello, de modo que lanzó un gritito involuntario y retrocedió un paso para volver a analizar la situación.
La fuerza fluía del corazón de Íñigo hacia su hombro derecho, bajaba por éste hasta los dedos y luego a la gran espada con empuñadura para seis dedos; se apartó de la pared y murmuró:
—Hola…, me llamo… Íñigo Montoya; tú mataste… a mi padre; disponte a morir.
Se pusieron en guardia.
El conde fue a buscar la muerte rápida, empleando el movimiento inverso de Bonetti.
Inútil.
—Hola…, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre…, disponte a morir….
Volvieron a ponerse en guardia, y el conde pasó a la defensa Morozzo, porque la sangre seguía manando.
Íñigo se hundió más el puño en la herida.
—Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
El conde se parapetó detrás de la mesa de billar.
Íñigo resbaló en su propia sangre.
El conde siguió retrocediendo, y esperó y esperó.
—Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
Se hundió más el puño y no quiso ni pensar en qué era lo que estaba tocando y aguantando en su sitio; por primera vez se sintió capaz de intentar un lance: la enorme espada describió un brillante movimiento…
… en el costado de una de las mejillas del conde Rugen apareció un corte vertical…
… otro brillante movimiento…
… otro corte, paralelo, sangrante…
—Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
—¡Deja de repetir eso!
El conde comenzaba a experimentar una cierta merma en el temple.
Íñigo hundió su espada en el hombro izquierdo del conde, tal como él le había herido el suyo. Luego siguió con el brazo izquierdo del conde, en el mismo sitio donde éste le había penetrado el suyo.
—Hola —pronunció con más fuerza ahora—. ¡Hola! Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Disponte a morir.
—No…
—Ofréceme dinero…
—Todo —dijo el conde.
—Y poder. Prométeme eso.
—Todo lo que tengo y más. Por favor.
—Ofréceme lo que yo te pida.
—Sí. Sí. Habla.
—Quiero que me devuelvas a Domingo Montoya, hijo de perra —y la espada con empuñadura para seis dedos volvió a describir un brillante movimiento en el aire.
El conde gritó.
—Fue justo a la izquierda del corazón —volvió a atacar Íñigo.
Otro grito.
—Ésa fue justo debajo del corazón. ¿Adivinas acaso lo que estoy haciendo?
—Arrancarme el corazón.
—Tú me lo arrancaste a mí cuando tenía diez años; ahora quiero el tuyo. Tú y yo somos amantes de la justicia…, ¿hay algo más justo que eso?
El conde lanzó un último grito y luego cayó al suelo, fulminado por el terror.
Íñigo lo miró desde su altura. El rostro crispado y frío del conde aparecía petrificado y ceniciento, y la sangre seguía manando de los cortes paralelos. Sus ojos desmesuradamente abiertos aparecían llenos de horror y dolor. Era glorioso. Si a uno le gustan ese tipo de cosas.
A Íñigo le encantaban.
William Goldman, La Princesa Prometida

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