lunes, 3 de septiembre de 2018

LADY CYNTHIA ASQUITH



Así pues, habían quedado en que ella iría a su casa en el número 3 de Adelphi Terrace esa misma tarde, después de su sesión de posado. ¡Bravo, Cynthia! Suspiró mientras abría su armario y trataba de elegir un vestido apropiado para la ocasión. El pintor quería retratarla de negro, pero ella pretendía aparecer en casa del grandísimo Barrie con algo que diera por hecho su inclinación a la bohemia. Colores pastel, estampados discretos, ¿un sombrero prudente, de media ala? Necesitaba algo invisible que no delatara su emoción ante la propuesta inminente. Se decidió por unos botines de cordones de medio tacón, una falda azul lavanda y una blusa blanca. Y si Augustus John quería pintarla de estricto luto, que se lo inventara él, a su gusto. Sin duda, acertaría.
Cynthia estaba acostumbrada a posar desde pequeña. El juego de las estatuas de los miércoles. Martes y jueves, libros. Lunes y viernes, teatro y dramatización, su favorito. Pero disecarse por unas horas ya no le hacía gracia. Discutió con Augustus la supuesta «trascendencia» de la postura: sentada en un taburete, la mano izquierda cubriendo el pecho, la derecha sobre el regazo, erguida y orgullosa —le había pedido él—, una mujer desafiante. Pero Cynthia se sentía como una idiota. Suspiró hondo, sin moverse. Se le entumecían los brazos, la espalda, los ojos casi. Buscó un punto fijo, más allá del lienzo. Entornó los ojos y su iris dudó entre un color frío o caliente. Se concentró en una ráfaga de luz anaranjada: si la miraba muy fijamente, su paisaje visual se cubriría de puntos grises, frágiles como la bruma.
—Te mueves demasiado —la regañó el pintor, un hombre barbudo de voz tan profunda que daba miedo.
Cynthia se hizo estatua.
—Necesito verte el cuello.
Ella se dispuso a recogerse el pelo. Él se adelantó.
—Tú, quieta.
Le cogió la larguísima melena pelirroja con la mano llena de pigmentos sucios. Las manchas del cuadro futuro.
—No pareces una persona —clamó deleitado—, sino una emanación.
Ella se preguntó si ser comparada con un fantasma era un cumplido, o más bien un sacrilegio hacia la mujer posante.
Cynthia no consideraba que Augustus John mereciera la posteridad. Tenía el trazo demasiado amplio, aplastado, incluso basto. En boca de otros, sin embargo, era el mejor retratista de la época, orgulloso heredero del postimpresionismo. Cynthia, de niña, había posado para Burne-Jones, prerrafaelita. Una escuela que ahora se consideraba más que obsoleta: princesas a la fuga, damas atormentadas, sirenas con arpas, mujeres con melenas tan largas como la suya. En un mundo en guerra, a nadie le interesaba ya el estoicismo proverbial de Burne-Jones. Era obsceno, risible. No como los rostros de Augustus, que, al parecer, sí iluminaban las almas de los borrascosos albores del siglo XX.
Cynthia miró a su alrededor: un estudio tan tópico como el de cualquier pintor, pero lleno de caras que apuntaban congoja, irritación, picardía, desdén, poder. Ella no quería que su retrato desprendiese el pánico de su alma; solo serenidad. Así que trató de relajarse. Suspiró hondo, una vez más, y conjuró en silencio el nombre de su futuro benefactor. Lo repitió mentalmente, arrastrando las palabras: James-Matthew-Barrie-James-Matthew-Barrie-James-Matthew-Barrie. Una, dos, tres, hasta cien veces. Muy pronto, todo iba a cambiar por fin y Cynthia se convertiría en una actriz de renombre. «¡Cynthia, Cynthia, Cynthia!», clamaría el público al ver sus interpretaciones. «¡Abran paso a la bella y talentosísima lady Cynthia Asquith!».
Suspiró de nuevo, ya algo tranquila. En medio de otro junio húmedo y caluroso en Londres aquí, por lo menos, olía a frío.
                Salió con el cuerpo tan inerte que lo sentía muerto.

Silvia Herreros de Tejada, La Mano Izquierdade Peter Pan

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