jueves, 6 de septiembre de 2018

CIELO NOCTURNO


Buscamos un lugar tranquilo, diferente, alejado de la gran ciudad donde nos confinamos durante el resto del año. Un lugar donde los niños pudieran caminar entre trigales, contemplar lejanos horizontes y pasear al aire libre. Escogimos una casa rural con piscina en un diminuto pueblo castellano que tenía el orgullo de poseer castillo, algo que no le perdonaban los habitantes de los pueblos colindantes. A nosotros, gente urbana, aquellas disputas nos hacían reír. En el supermercado al que acudíamos todos los días nos llamaban "los catalanes". Éramos un elemento exótico. Nos miraban con curiosidad, como preguntándose qué hacíamos allí.
Para los niños la parcela donde se ubicaba la casa era una diversión constante. Recogían tomates en el pequeño huerto, veían caer las ciruelas maduras de las copas de los árboles, escuchaban el susurro que venía de lejos, de los hayedos que crecían junto al río. Perseguían a los gatitos salvajes que habían nacido en el jardín.
Tuvimos la suerte, además, de llegar en el año de la invasión. Estaban los agricultores en pie de guerra por una plaga de topillos que devoraba las patatas antes de que pudieran recolectarlas. En el mercado de los sábados mostraban con indignación las patatas mordisqueadas. El fenómeno alcanzaba también a nuestro jardín, donde de vez en cuando afloraba la cabeza como un periscopio de un topillo. Los niños los buscaban, los deseaban.
Después de varios días, consiguieron cazar uno de estos animales y lo metieron en una caja de zapatos. Le llamaron Bob, en honor a Bob Esponja. Le daban para comer los restos de nuestro almuerzo, recién robado de la mesa. El bicho devoraba con fruición cualquier cosa, pero estaba triste.
Eso, por lo menos, afirmaron los niños. Le devolvieron a su hábitat en una ceremonia íntima aunque solemne que tuvo lugar junto a la piscina. Bob se marchó sin despedirse ni mirar atrás y se perdió entre las tomateras. Para que los niños consolaran su tristeza, el orden del día incluyó una opípara merienda bajo los ciruelos.
Por las noches, el cielo se llenaba de estrellas y la tierra de ruidos. Nos tumbábamos en la hierba y señalábamos constelaciones. Mi marido les enseñaba a los niños a distinguir Vega, Altaïr y la Osa Mayor, y yo recordaba con nostalgia la primera vez que nos entregamos juntos a aquel mismo juego.
Éramos 12 años más jóvenes, ambos acabábamos de enamorarnos de un ser desconocido y nos afanábamos en conocernos. Los niños aún no formaban parte de nuestros planes. Eran unos ausentes a quienes ninguno de los dos echaba de menos. Ahora eran admirados espectadores de su padre, que les enseñaba que el cielo contiene historias y que saberlas nos hace mejores. Luego los niños se acostaban y nosotros nos quedábamos allí, solos, sobrecogidos por la belleza y el silencio del firmamento.
Una de esas noches de estrellas, después de acostarles, distinguimos un destello nuevo entre la oscuridad. "Eso no es una estrella dijo mi marido, antes no estaba allí". Se levantó, fue a la casa por los prismáticos, escrutó la negrura, entornó los ojos. "No lo entiendo", añadió.
Me reí de su seriedad y su convencimiento. "¿Qué va a ser, sino una estrella? bromeé. ¿Una nave extraterrestre?".
Dijo que tenía frío y entró en la casa. Recogió la cocina en silencio, con una expresión sombría. Normalmente, es él quien lava los cacharros. Dice que le relaja el trabajo mecánico, que le permite pensar. Pero aquella noche se demoró un poco más que de costumbre. Salió al cabo de un rato, con dos gintónics recién servidos. Nos sentamos en el porche para disfrutar del fresco de la noche, tan diferente del bochorno mediterráneo al que estamos acostumbrados.
En el cielo, la estrella intrusa nos observaba enmarcada por las altísimas copas de las hayas. A ratos su fulgor parecía un guiño, un código, un mecanismo programado. Soplaba una brisa ligera que hacía susurrar la vegetación, como tantas otras veces. De pronto, él dijo: "¿No es raro que no canten los grillos?".
Hasta ese momento no había reparado en su ausencia. No tenía nada que decir. Somos gente de ciudad, el campo está lleno de misterios para nosotros. Solo logré articular: "¿Tú crees?".
Mi marido se levantó de nuevo, con la excusa de rellenar las copas. Fue al baño. Tardaba en volver y por eso fui en su busca.
Le encontré en la habitación de los niños, contemplándoles en silencio desde el umbral de la puerta. Le abracé por la espalda. El corazón le latía a mil por hora.
Volvimos al porche. Fingimos naturalidad, aunque los dos vigilábamos a la estrella nueva. "No se ha movido de ahí en todo este rato. Otra anomalía", afirmó él. Le pedí que dejara de hablarme de eso. No pronuncié la palabra "miedo", no quise. Hay cosas que solo comienzan a existir después de que alguien las nombre.
En cambio nuestra conversación derivó hacia los asuntos de nuestros hijos. Sus progresos, sus ocurrencias, las mil y una anécdotas que generaba convivir con ellos cada día. Y reímos de buena gana. Luego se hizo uno de esos silencios pensativos, que siempre terminaban en un: "Estamos echados a perder. De día los niños se llevan todo nuestro tiempo y de noche no sabemos hablar de otra cosa".
También yo aproveché la primera excusa que se me ocurrió para ir a ver si los niños estaban bien. Me senté en una silla junto a la cama del pequeño, les escuché respirar, sincronicé mi respiración con la suya, contagiada de aquella serenidad única en el mundo.
De vuelta en el porche, se había levantado algo de viento. "Parece que se acerca una tormenta", opiné. "No, no. En la tele hablaban de tiempo anticiclónico hasta el sábado. Ese viento no es de tormenta", me contradijo él.
Reparé en que la estrella seguía ahí y en que titilaba, tal vez más que antes. No dije nada.
Antes de acostarnos cerramos todas las ventanas y nos aseguramos varias veces de haberlo hecho bien. Ambos revisamos que la persiana del cuarto de los niños estuviera bajada y sin ni una sola rendija.
Yo no logré dormir en toda la noche, pero no quise que él se diera cuenta. Me limité a permanecer con los ojos cerrados, contando los segundos. La noche amplificaba mis temores. Mi marido tampoco consiguió conciliar el sueño. Lo supe porque se movía y porque su respiración no era la de otras noches. Pero por la mañana ambos dijimos haber descansado bien. Los niños se despertaron cargados de energía, como siempre.
Lo único extraño que ocurrió tras esa noche fue que no volvimos a ver un solo topo en el jardín. Ni uno, durante el resto de las vacaciones.

Care Santos

No hay comentarios:

Publicar un comentario