domingo, 26 de junio de 2016

CON LOS POSTRES, LAS BATALLITAS


—Llenad vuestras copas, señores, y permitid que os recuerde sucesos que datan de treinta años atrás. Entonces Cedric el Sajón no necesitaba adornos franceses, pues con su idioma natal se hacía lugar entre las damas: el campo de Northallerton puede decir si en la jornada del santo estandarte se oían tan de lejos las bélicas aclamaciones del ejército escocés como el cri de guerre de los más valientes barones normandos. ¡A la memoria de los héroes que combatieron en tan gloriosa jornada! ¡Haced la razón, nobles huéspedes!
Apuró la copa, y al dejarla sobre la mesa anudó su discurso, siguiendo la peroración con el mayor ardor y entusiasmo.
—¡Día de gloria fue aquél, en que sólo se escuchaba el choque de las armas y broqueles, en que cien banderas cayeron sobre la cabeza de los que las defendían, y en que la sangre corría como el agua, pues por doquiera se miraba la muerte, y en ninguna parte la fuga! Un bardo sajón llamó a aquel combate la fiesta de las espadas, y por cierto, señores, que los sajones parecían una bandada de águilas que se lanzaban a la presa. ¡Qué estrépito producido por las armas sobre los yelmos y escudos! ¡Que ruido de voces, mil veces más alegre que el de un día de himeneo! ¡Mas no existen ya nuestros bardos; el recuerdo de nuestros famosos hechos se desvanece en la fama de otro pueblo; nuestro enérgico idioma, y hasta nuestros nombres se oscurecen, y nadie, nadie llora tales infortunios, sino un pobre anciano solitario! ¡Copero, llenad las copas! ¡Vamos, señor templario; brindemos a la salud del más valiente de cuantos han desnudado el acero en Palestina en defensa de la sagrada Cruz, sea cualquiera su origen, su patria y su idioma!
—No me está bien —dijo el templario— corresponder a vuestro brindis. Porque ¿a quien puede concederse el laurel entre todos los defensores del Santo Sepulcro, sino a mis compañeros los campeones jurados del Temple?
—Perdonad —repuso el Prior—, a los caballeros hospitalarios yo tengo un hermano en esa Orden.
—No trato de atacar su bien sentada reputación; pero...
—Yo creo, tío nuestro —dijo Wamba—, que si Ricardo Corazón de León fuese bastante sabio para seguir los consejos de un loco, debía estar aquí con sus bravos ingleses, y reservar el honor de libertar a Jerusalén a estos valientes caballeros, que son los más interesados.
—¿Es posible —añadió lady Rowena— que no se encuentre en todo el ejército inglés un solo caballero que pueda competir con los del Temple y los de San Juan?
—No os digo, señora —contestó el templario—, que deje de haberlos. El rey Ricardo llevó a Palestina una hueste de famosos guerreros que de cuantos han blandido una lanza en defensa del Santo Sepulcro sólo ceden a mis hermanos de armas, que siempre han sido el perpetuo baluarte de la Tierra Santa.
—¡Que a nadie cedieron jamás! —exclamó con fuerza el peregrino, que se había acercado algún tanto y escuchaba esta conversación con visible impaciencia.
Todos los circunstantes se volvieron hacia donde había sonado tan inesperada voz.
—Sostengo —continuó con firme y decidida voz— que a los caballeros ingleses que formaban la escolta de Ricardo I no aventaja ninguno de cuantos han blandido el acero en defensa de Sión! ¡Y añado, porque lo he visto, que el rey Ricardo en persona y cinco caballeros más sostuvieron un torneo después de la toma de San Juan de Acre, contra cuantos se presentaron! Digo además que aquel mismo día cada caballero corrió tres carreras e hizo morder el polvo a sus tres antagonistas; y aseguro, por último, que de los vencidos siete eran caballeros del Temple. Presente está sir Brian de Bois-Guilbert, que sabe mejor que nadie si hablo verdad!
—¡Peregrino —dijo Cedric—, tuyo es este brazalete de oro si designas los nombres de esos valientes caballeros que tan dignamente sostuvieron el honor de las armas de Inglaterra!
—Con el mayor placer os daré gusto sin que me deis galardón. Mis votos me prohíben tocar oro con las manos. El primero en honor, en dignidad y heroísmo —dijo el peregrino— fue el valiente rey de Inglaterra, Ricardo I.
—¡Yo le perdono —repuso Cedric— el ser descendiente del tirano duque Guillermo!
—El conde de Leicéster fue el segundo; el tercero, sir Tomás Multon de Gilsland.
—¡De familia sajona! —exclamó Cedric entusiasmado.
—Sir Foulk Doilly, el cuarto.
—¡También sajón, al menos por parte de madre! —dijo Cedric, cuya satisfacción llegaba a tal extremo, que olvidaba su odio a los normandos porque veía sus triunfos unidos a los de Ricardo y sus isleños—, ¿y el quinto? —preguntó.
—Sir Edwin Turneham.
—¡Legítimo sajón, por el alma de Hengisto! –exclamó Cedric transportado de alegría—. ¿Y el último?
—El último... —respondió el peregrino después de haberse detenido como si reflexionase—, el último era un caballero de menos fama, que fue admitido en tan ilustre compañía para completar el número más bien que para ayudar a la hazaña. ¡No recuerdo su nombre!
—Señor peregrino —dijo sir Brian de Bois-Guilbert—, después de tantos y tan exactos pormenores, viene muy fuera de tiempo esa falta de memoria, y de nada os sirve en la ocasión presente. Yo os recordaré el nombre del caballero ante el cual quedé vencido... por falta de fortuna y por culpa de mi lanza y de mi caballo. Fue el caballero de Ivanhoe, y para su juvenil edad, ninguno de los otros cinco le aventajaba en renombre por su valor. Y digo francamente que si estuviera ahora en Inglaterra y se determinara a repetir en Ashby de la Zouche el reto de San Juan de Acre, montado y armado como actualmente lo estoy, le daría cuantas ventajas quisiere, y no temería el resultado del combate.
—Si estuviera a vuestro lado Ivanhoe —dijo el peregrino—, no necesitaríais hacer esfuerzos para que aceptara vuestro desafío. No alteremos ahora la paz de este castillo con una contienda inútil y con bravatas que están fuera de lugar, pues el combate de que habláis no puede efectuarse al presente. Pero si vuestro antagonista regresa de Palestina, él mismo irá a buscaros: yo respondo de ello.

Walter Scott, Ivanhoe

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