martes, 10 de marzo de 2015

UNA OFERTA DE EMPLEO

Aquella mañana, cuando descubrió el anuncio durante el desayuno, la marquesa de Puntilliste apretó entusiasmada el periódico contra su pecho, sin importarle que la tinta aún fresca pudiera manchar su collar de perlas ni su vestido.
En su biblioteca, el conde de Abôlengue lo leyó con cada uno de sus siete monóculos, incluyendo el monóculo dorado que tan solo utilizaba para leer su árbol genealógico.
El barón de Àdroite lo ensartó personalmente con uno de sus floretes, honor reservado durante siglos solo a su familia rival, los Àgauche. Cuando se enteró, el barón de Àgauche, lejos de enfadarse, hizo enmarcar el anuncio y lo colgó en el salón de retratos familiar.
Y, sin duda, hasta el siempre serio vizconde de Analphabète se hubiera entusiasmado también con el anuncio, de haber sabido leer.
Esta fue la eufórica reacción que produjo la lectura del periódico aquella mañana entre la mayoría de aristócratas de Les Arcs.
Pero ¿por qué se alegraron tanto estos distinguidos nobles?
La culpa de que un pequeño anuncio en un periódico de provincias tuviera el poder de desencadenar semejante entusiasmo entre marqueses, condes y barones se encontraba repartida, a partes iguales, entre:
a) Nuestra joven protagonista, Eugéne Chignon y...
b) La cláusula XIII del testamento del noble más importante de la región, el difunto duque de Les Arcs.
Eugéne era la hija del mayordomo del duque de Les Arcs, e hizo compañía al anciano aristócrata durante los últimos años de su vida, cuando a este ya nadie acudía a visitarle y se encontraba, además de ciego y medio sordo, casi siempre solo.
Eugéne, a pesar de ser una niña, dedicó mucho tiempo a cuidar del duque. El señor de Les Arcs la recompensó proporcionándole una buena educación y, lo que fue aún mejor, incluyendo una cláusula en su testamento, la cláusula XIII, en la que exigía a todos los nobles de su comarca que consiguieran empleo a Eugéne como institutriz de los hijos de las mejores familias.
En principio la cláusula XIII no parecía ofrecer mayores problemas. De hecho, cuando los nobles la conocieron, no les pareció mala idea que aquella joven bien educada instruyera a sus hijos.
Sin embargo, cuando monsieur Chignon, el padre de Eugéne, supo de esa última voluntad del duque, no pudo evitar soltar una sonora carcajada.
No rio porque su hija no pudiera ser una buena institutriz, al contrario, era una apasionada de la lectura y hablaba con soltura francés, inglés y alemán. Podría educar perfectamente a cualquier hijo de noble. El problema residía en que, con su ceguera y su sordera, el señor de Les Arcs nunca conoció una de las principales características de Eugéne, que no era su alegre sonrisa, ni su cabellera pelirroja, sino su irrefrenable capacidad para provocar desastres.
Allá adonde iba, Eugéne Chignon tropezaba, empujaba, obstaculizaba, chocaba o importunaba. Era un poderoso imán para el caos.
No había, sin embargo, maldad ninguna en Eugéne. Lo que había era mucha, muchísima mala suerte. Sobre todo mala suerte para los demás.
Ya siendo apenas un bebé, Eugéne destacó por su habilidad para enredarse en las piernas de los adultos, especialmente si ese adulto llevaba una bandeja. Tantas bandejas cayeron al suelo que el servicio del duque se convirtió en el único de toda Francia que servía las comidas en cestas.
De niña cerró tantas veces a destiempo la tapa durante sus clases de piano, que provocó la dimisión de todas sus profesoras de música, normalmente después de que estas entonaran un agudo ¡ay! sostenido.
Más tarde, con las clases de baile, se descubriría la especialidad de Eugéne, el efecto dominó.
Si Eugéne hacía tropezar a su profesor, su profesor no se limitaba a caer al suelo, sino que, mala suerte, se chocaba con una de las criadas quien, mala suerte, llevaba una sopera, sopera que, mala suerte, podía caer por la escalera hacia la entrada principal, justo en el momento en el que el cartero decía: «Buenos días».
Y la sopa y la casa entera respondían:
—Mala suerte.
Durante el año que siguió a la muerte del duque, Eugéne Chignon sirvió como institutriz en las residencias de los diversos nobles. En todas las casas conquistó a los niños, y en todas también enfadó a los padres.
En la mansión de la marquesa de Puntilliste, donde estuvo tres meses enseñando idiomas a sus hijos, entre otros desastres volcó noventa y tres veces la taza de té: tres veces sobre sí misma, diez veces sobre diez carísimos vestidos de la marquesa, y las restantes ochenta, sobre Nube, el caniche blanco de la señora de Puntilliste.
Eugéne y la marquesa descubrieron con sorpresa que el pelo de caniche se puede teñir de forma permanente con té, descubrimiento que tuvo dos consecuencias: Nube pasó a llamarse Mechas y Eugéne fue expulsada de la mansión.
Ese trabajo en la casa de la marquesa fue solo el primero de los que tuvo durante aquel año, siempre con resultados catastróficos.
Apartó una escalera que estorbaba en la biblioteca heráldica del conde de Abôlengue, sin percatarse de que el propio conde se hallaba en lo alto de la misma consultando en un grueso tomo quién fue la hermana pequeña de la primera esposa de su tatarabuelo, asunto que las últimas noches no le dejaba apenas dormir. Monóculo, conde y tomo cayeron desde lo alto, y en ese orden.
Descubrió el pasillo secreto desde el que el barón de Àgauche espiaba a su eterno rival, el barón de Àdroite. El pasillo terminaba en el salón de retratos de los Àdroite, concretamente detrás de un cuadro que tenía los ojos perforados. Eugéne resbaló justo cuando espiaba, y su cabeza atravesó el cuadro, ofendiendo en un solo movimiento a los dos barones enemigos. Àgauche se enfadó al ver su secreto pasillo de espionaje descubierto. Y Àdroite estalló en cólera por la aparición de la sorprendida cabeza pelirroja de Eugéne donde debería estar la cabeza del Gran Senescal, el pariente Àdroite más prestigioso, quien además era la segunda vez que perdía la cabeza (la primera vez fue durante la Revolución Francesa).
En casa del estricto vizconde de Analphabète tan solo estuvo un día, y curiosamente, no rompió nada. Pero con el pequeño heredero del vizconde hizo algo que contravenía la norma más sagrada de la casa Analphabète: intentó enseñarle a leer.
Por eso, cuando los aristócratas vieron en ese anuncio la posibilidad de librarse de Eugéne sin contradecir la cláusula XIII del testamento del duque, dieron saltos de alegría.
Eso sucedió esa mañana de abril de 1932, en la que una marquesa, un conde y dos barones acudieron a casa de mademoiselle Chignon para enseñarle el anuncio.

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