lunes, 25 de junio de 2018

TRAS ESA COLINA, ROMA



Entre tanto, Cato y Macro volvieron al camino. El calor de la tarde era opresivo y pronto el sudor corría por sus rostros mientras caminaban kilómetro tras kilómetro, pasando junto a granjas bien cuidadas a ambos lados de la carretera. Al final, cuando el sol empezó a bajar hacia el horizonte, la carretera fue formando una curva en torno a una suave colina, y unos pocos kilómetros por delante de ellos vieron toda Roma y sus alrededores extendida ante ellos, ocupando el paisaje con un vasto manto de tejados con tejas rojas y las elevadas estructuras de templos y palacios sobresaliendo por encima. Era una imagen que ambos hombres habían contemplado muchas veces antes, pero que seguía haciendo que el pulso de Cato se acelerase. La capital del imperio más grande del mundo conocido. Desde el gran palacio que dominaba el foro, el emperador y su personal gobernaban tierras que se extendían por la infinita inmensidad de Oceanus hasta los resecos desiertos del este. Gentes de toda raza, de todo grado de civilización, o de barbarie, enviaban tributos a Roma y vivían bajo sus leyes. Era responsabilidad de hombres como Macro y él mismo defender las fronteras de ese vasto imperio de aquellas tribus y reinos que lo miraban con envidia y hostilidad.
Cato salió de la carretera un poco por delante de su amigo para observar la vista y secarse la frente, y ambos bebieron de la cantimplora de Macro. El asombro de un momento antes había pasado ya, y Cato ahora sentía un pellizco de aprensión (...)
Volvieron a la carretera y, aun cuando la noche se cerró sobre el paisaje y la última luz se desvaneció tras las colinas, la ciudad se mantenía con un resplandor cálido. Los vehículos y los que iban a pie no hicieron ninguna pausa, sino que siguieron caminando, atraídos hacia la gran ciudad que exigía que se la alimentase a cambio del entretenimiento y otros deleites con los cuales atraía a los visitantes, decenas de miles de ellos. El parpadeo de las antorchas cubrió todo lo largo de las murallas de la ciudad cuando cayó la oscuridad, y vieron más luces, así como una serie de fogatas desperdigadas fuera de las puertas, donde algunos de los viajeros se habían detenido a pasar la noche. Se reunían todos en círculo en torno al fuego, y se cantaba y se reía, y las familias disfrutaban del fresco nocturno.
Cato y Macro fueron adelantándolos. El sonido de un cuerno anunció que había acabado la primera hora de la noche al llegar a la imponente puerta Rauduscula. Presentaron sus sellos militares al optio de guardia, para evitar tener que pagar el peaje, y pasaron por debajo de la arcada. Habían pasado casi tres años desde la última vez que estuvieron en Roma, y el hedor a alcantarilla, verduras podridas y agrio moho les resultó insoportable durante un momento.
La línea de la Vía Ostiensis continuaba a través del barrio del Aventino, densamente poblado, donde las casas de vecinos, destartaladas, se elevaban mucho más que las de Ostia. Sólo se veía alguna lámpara de vez en cuando, y la débil luz se derramaba desde puertas y ventanas para iluminar el camino. Los dos soldados avanzaban por las aceras elevadas, a un lado de la calle. Todavía había mucha gente fuera, eludiendo los carros que pasaban traqueteando por encima del empedrado, y aunque Cato no podía evitar sentir que llamaba la atención, con su túnica del ejército, nadie pareció hacerles el menor caso, ni a Macro ni a él.
Esto dio lugar a una ligera y familiar sensación de resentimiento. En Britania, él y Macro habían dirigido a cientos de hombres, que les respetaban a ellos y a su rango. Camaradas que habían derramado su sangre y entregado sus vidas para que el pueblo de Roma pudiera dormir libre de temor de ningún enemigo, y ganarse el sustento con los frutos de la conquista de los soldados. Sin embargo, aquellas victorias tan duramente conseguidas por Cato y Macro y el ejército de Britania eran casi desconocidas en Roma, un simple detalle para la gaceta, que ni siquiera leía la gente que iba y venía siguiendo sus rutinas diarias. Como si fueran invisibles. Esa deprimente idea añadió más dolor aún a su corazón cuando pasaban por el final imponente del Gran Circo y empezaron a bajar la colina hacia el foro.
El centro de la ciudad estaba radiantemente iluminado por la luz de las antorchas y los braseros, y las calles y espacios abiertos llenos de juerguistas, vendedores ambulantes, prostitutas y ladronzuelos. El escándalo que organizaban se hacía eco en los muros de los templos y los edificios cívicos. Cato mantenía sujeto firmemente con la mano el faldón de su morral y avanzó cautelosamente al cruzar el foro. A su lado, Macro hacía lo mismo, incluso cuando sus ojos hambrientos examinaban a las mujeres que se asomaban a las entradas de los burdeles. Al pasar, algunas les ofrecieron sus servicios, pero la mayoría se quedaron quietas, con expresión apagada, borrachas o demasiado aburridas del incesante ajetreo de su oficio.

Simon Scarrow, Invictus

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