miércoles, 6 de junio de 2018

ES EXTRAÑO QUE YO ACABE ESCRIBIENDO UN LIBRO,



y precisamente ahora que ya no creo en ellos. De joven me encantaban: los fajos de papel en cajas de cobre, los pergaminos empastados en los que había que pasar las hojas de una en una. Me descubrieron el mundo.

O eso era lo que yo creía.

En eso nos ha convertido la iglesia cristiana: En ratas de biblioteca. Ahora pienso que quizá no sea ninguna ventaja.

Antes de que Patricio llegara a Irlanda, éramos gentes del viento, de la tormenta, de las crecidas de los ríos en primavera. Contábamos el paso de las estaciones y los movimientos del sol según los cambios del cielo. Resistíamos las hambrunas en primavera y festejábamos la abundancia que el otoño nos ofrecía. De día vivíamos bajo el sol, cuando éste lucía; y bajo la oscura lluvia y las tenues neblinas si no lo hacía. Nos cantábamos melodías que alcanzaban los cielos alzadas por el sol, la luna y las estrellas, y observábamos los astros cuando salían y lucían sobre los sepulcros para llevarse con ellos las almas de los muertos. Buscábamos la verdad, la tolerancia, el amor y la belleza en el rostro de nuestros semejantes, en sus manos, su corazón y su cuerpo; nunca en las páginas de papel oscuras y frágiles, ni en los pergaminos.

Éramos gentes de la música, y cantábamos y danzábamos, el trueno y el murmullo de las mareas en la arena y los guijarros, el rugido del viento en el bosque cortejando las llanuras y los campos, el agudo lamento de una tormenta invernal. Cuando teníamos hambre, comíamos, si es que teníamos el qué. Muchas veces no era así. Cuando hacía frío, nos reuníamos alrededor del fuego y contábamos magníficas historias de amor, de guerra, sobre la horror y la maldad, de dioses y héroes, que a veces superaban a los mismos dioses con su inquebrantable valentía y espíritu de sacrificio.

Sí, es cierto, admiraba los libros, y todavía lo sigo haciendo. Tienen el poder de preservar una verdad durante dos mil años y mostrársela a aquel que tenga la capacidad y cuidado de leerla; pueden grabar una mentira en letras de oro para el resto de los tiempos. Pero lo peor de todo es que pueden no tratar de nada.

De nada real.

Y hombres y mujeres entregan su vida buscando entre las sombras aquello que no existió más que en la mente de un loco. Pueden desperdiciar años tras una pizca de verdad que creen que se esconde en los desvaríos sin sentido de un pobre tonto. Como sabéis, el huso hila la madeja, la lanzadera vuela sobre la urdimbre y la trama, los abalorios de colores adornan las telas, las azuelas alisan la madera, la cuchilla la corta y la espátula limpia las pieles. Pero un conjunto de palabras puede no tener ningún sentido.

Por eso debemos regresar a la música, la danza, el hambre, el deseo y el amor, para que no olvidemos quiénes somos y por qué. Debemos sentarnos alrededor del fuego y contar historias, historias de hombres y dioses, y con ellas aprender a vivir. En el trabajo y en la guerra, en la vida y en la muerte, guiados por la experiencia de nuestros antepasados. Con sabiduría y valentía, habilidad y verdad, música y danza.

Yo misma soy una criatura de la danza, la imitación de los movimientos abarcados en el diálogo entre la Tierra y el cielo. La danza del poder, los pasos que di al borde de un precipicio hace ya tanto tiempo.

Alice Borchardt, La Reina Dragón

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