miércoles, 27 de junio de 2018

MOLLY MALONE


Cuando ambos callaron, comprobaron que el silencio se había apoderado de la casa, como una pesada mortaja.
Únicamente el mar proseguía con su furioso concierto.
Un relámpago los iluminó rasgando la penumbra durante unos instantes, en los que Aidan se fijó en los ojos humedecidos de Evelyn, que brillaron presa de la tristeza.
—Vamos, todo ha pasado ya. Vuelve a acostarte.
Su hermano hizo lo que le pedía, pero se mantuvo con los ojos abiertos hacia la negritud de la noche.
—No podría dormirme aunque quisiera —musitó.
Ella lo tomó de la mano y se la acarició suavemente.
—Te cantaré algo, como cuando eras pequeño. Siempre te dormías escuchando mi voz, ¿recuerdas? Vamos, ¿qué me dices?
Aidan la observó en la penumbra y suspiró, emitiendo un sonido que deseaba convertirse en palabra.
—Lo tomaré como un sí —dijo Evelyn con ternura—. ¿Qué tal Molly Malone?
A él no le gustaba aquella canción popular en la que una muchacha vendía los productos frescos del mar en las calles de Dublín y que finalmente fallecía debido a unas fiebres. Se decía que su espíritu vagaba por las callejuelas dispuesto a vender su mercancía a cualquiera que lo escuchase.
Era una figura anónima, pero muy célebre en el pueblo irlandés y aunque su historia terminaba de forma aciaga, Aidan siempre admitía que la voz de su hermana lograba convertir aquella cancioncilla en algo mágico, como si su leyenda realmente estuviera viva.
Su hermana, sin esperar respuesta, comenzó a cantar muy quedamente:
—In Dublin’s fair city, where the girls are so pretty, I first set my eyes on sweet Molly Malone, as she wheeled her wheel-barrow, through streets broad and narrow, crying, «Cockles and mussels, alive, alive, oh!».*
Su voz, cristalina y pura, encendía la noche y la estrellaba en un firmamento de notas musicales.
Entonces, la tormenta pareció mitigarse, el mar, enmudecer y el viento, detener sus embestidas solo para escucharla.
—Eres un hada... —murmuró Aidan con los ojos vencidos ya por el sueño.
Lo último que vislumbró antes de dormirse fueron los ojos azules de Evelyn, que no podían retener las lágrimas.

Sandra Andrés Belenguer, La Nochede tus Ojos


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