lunes, 11 de junio de 2018

PREPARANDO LAS MALETAS



Tardé un día entero en hacer las maletas, no por pereza, sino porque me gustaba recrearme en esa tarea que siempre era para mí como una manera de disfrutar anticipadamente de los viajes. Desde el momento de abrirlas hasta el de cerrarlas, todo lo que cabía dentro de ellas era como una imagen comprimida del tiempo, una especie de agenda apresurada y minuciosa de todo lo que estaba por venir. Disfrutaba mucho llenándolas porque, al hacerlo, era como si en su interior fuese guardando proyectos, aunque después la mayoría no se cumpliesen; por eso las mías llevaban siempre un exceso de carga. Dejar abierta la maleta durante horas, siempre encima de la cama, asomarme de vez en cuando a ella para hacer recuento de lo que me faltaba y añadir algo nuevo era para mí más que un rito o una costumbre: era una manía contra la que me sentía incapaz de luchar, sobre todo cuando las maletas que debía preparar eran las de ida.

En los viajes de regreso me detenía menos con el equipaje, quizá porque las maletas de vuelta están hechas con prisa y por eso son un reflejo de precipitación y desorden, como todo aquello cuyo único destino es la lavadora. Las maletas que se preparan para el regreso tienen algo de baúl provisional donde se guarda, atropelladamente, todo lo que fue; son un mundo revuelto y caótico, en el que no existe jerarquía ni orden, ni tampoco ese esmero que se pone en las cosas cuando se hacen con ilusión y sin prisa. Las maletas de los viajes de vuelta suelen tener el rastro horrible de la arruga, la textura de lo usado, el aspecto cansado y viejo de lo que ya cumplió su misión o su ciclo y por ello dejó de interesarnos. En ellas, más que la ilusión de los proyectos, lo que hay es una impregnación de nostalgia porque en su interior, entre los pliegues de la ropa arrugada, se apelmazan los recuerdos, los olores de los sitios que ya se visitaron, las páginas sin misterio de algún libro que ya leímos, la memoria de las cosas que, para bien o para mal, ya sucedieron.

Pero en las maletas de ida conviven apretadamente, como en ningún otro lugar, todos los objetos en los que tenemos depositada alguna clase de esperanza. Sus capas de ropa, meticulosamente ordenadas según su tamaño, su forma o su peso, son como pliegues que formaran parte de un único y abigarrado organismo; su distribución en un espacio tan pequeño tiene algo de apresurado calendario donde están anotados los proyectos de los días que nos disponemos a vivir. En ellas todo conserva el olor de los armarios, la tersura de la ropa doblada con mimo, y sus rincones son espacios donde se hace posible la sorpresa: una prenda que no se ha estrenado todavía, el misterio de un libro recién comprado y cuya lectura es como una promesa de las aventuras que nos aguardan… En las maletas de ida hay una emoción indefinible que se parece mucho a la esperanza, o tal vez al misterio de esos lugares que están aún por descubrir; en ellas rebosa la ilusión de lo aún no vivido, son como un horizonte en miniatura en cuyas capas superpuestas se oculta alguna secreta palpitación de futuro.

Sin embargo aquella maleta, a la que había estado asomándome durante un día entero, no tenía el misterio ni la emoción de las maletas de ida. Todo estaba en ella perfectamente doblado y ordenado, pero me pareció que allí dentro lo que faltaba era la impaciencia y la ilusión de otras ocasiones; en cambio sobraba una buena dosis de incertidumbre o de miedo. Y al cerrarla el ruido de la cremallera sonó como el trallazo de un látigo, como si en realidad estuviera cerrando con ella una etapa entera de mi vida.

Pedro A. González Moreno, La Mujer de la Escalera

PREMIO CAFÉ GIJÓN 2017

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