miércoles, 17 de enero de 2018

SOMOS AFORTUNADOS


(relato apocalíptico)

La chica se sentó sobre el taburete y se volvió hacia la inmensa cristalera para contemplar el paisaje.
En la playa las rocas arrancaban a las olas volcanes de espuma. El cielo era de un gris mate y denso. No se distinguía ni una nube, ni un pájaro ni una simple gaviota.
El camarero se acercó hacia ella.
—Casi parece un atardecer cualquiera. Nadie diría que se trata del último.
La chica se volvió hacia el camarero. Dejó escapar un suspiro de alivio.
—¿Me pones una menta con lima, por favor?
—Claro —él le sonrió.
—Mucha menta y poca lima.
El camarero se alejó unos metros y rebuscó debajo de la barra. Enseguida regresó con un vaso alargado que contenía tres cubitos de hielo con forma de corazón.
—Con hielo, supongo.
Ella afirmó con un gesto.
Él mezcló las bebidas y las agitó hasta conseguir un tono verdoso, casi fosforescente. Al final incluyó una cáscara de limón que se enroscó ansiosa sobre los cubitos.
Puso la bebida frente a ella y la chica tomó un sorbo.
—Mmmm. Está muy bueno. Gracias.
—De nada —El camarero se fijó entonces en el exiguo vestidito de lentejuelas y leds que se pegaba como un guante al cuerpo de la chica—. ¿No te unes a ellos?
Con un gesto señaló al grupo que permanecía en el suelo perdido en su propio paraíso. Aún mantenían los ojos entre abiertos, pero en blanco. Algunos babeaban y otros soltaban espumarajos por la boca.
—No. Yo prefiero verlo.
El camarero echó un vistazo alrededor.
—Creo que somos los últimos conscientes entre todos estos.
Ella lanzó una mirada distraída a los cuerpos que se repartían por la inmensa sala. Unos pocos se encontraban tumbados sobre las butacas, los divanes, las camas y los cojines, pero la mayoría se encontraba sin sentido, sobre el suelo, bañados en sus propios vómitos y todo tipo de fluidos.
—Ese aún se mueve.
Ella apenas le dedicó una mirada de refilón.
—Por poco tiempo. Está puesto de todo. Hasta arriba. Ya no sabe ni quién es.
—Nadie lo sabe —él la interrumpió.
—Yo sí.
—¿Y quién eres? ¿Cómo has llegado aquí?
—Soy una simple chica entre tantas otras. Nací bonita y Madame Gesteau me adoptó —contestó arrastrando cada palabra—. Vine con Don Boscino. Él pagó por mí.
El camarero se volvió hacia el montón de cuerpos desnudos que, en una completa confusión, se apiñaban junto a la piscina.
—Don Boscino, vaya. Uno de los grandes —La chica asintió—. ¿Te importa si me pongo un whisky?
—Como quieras... Mientras no te emborraches.
—No lo haré. Yo también quiero verlo.
El camarero buscó una botella achatada y colocó un vaso ancho ante él.
—¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?
—Es una larga historia...
—Pues no tenemos mucho tiempo —ella sonrió con tristeza.
—Dejémoslo entonces en que soy un camarero. Trabajaba para EndiCorp. Era un buen trabajo. Muy bien pagado. Alguien tenía que poner las copas a todos estos —Hizo un gesto amplio—. Y aquí estoy.
—Y ¿sigues poniendo copas? —ella señaló su bebida— ¿Incluso en el último momento?
—Como la orquesta del Titanic. He tocado hasta el final. No me importa. Sobre todo si se trata de trabajar para una mujer guapa como tú. Me gusta mi trabajo.
—Yo odio el mío.
—Ahora ya da igual.
—Sí. Supongo.
Los dos dirigieron sus miradas hacia la cristalera.
Se había levantado un poco de viento y la cresta de las olas del mar se revolvía entre amplias espumas blancas. Un puñado de polvo y de tierra se vio arrastrado por una ráfaga de aire.
—Qué luz tan rara. El sol ya no se ve.
—Está tras las nubes y la ceniza.
El camarero probó su bebida.
—Siempre pensé que el último atardecer sería más espectacular —dijo ella antes de llevarse su vaso a los labios.
—Los finales reales nunca son espectaculares. Son discretos.
—Como tú.
—Un camarero siempre ha de ser discreto. Escuchamos, observamos y... callamos. Nadie se fija en el barman, ya sabes.
—Excepto hoy —Ella lo miró a los ojos. Eran unos ojos grises y mates, como el cielo de aquella última tarde—. ¿Cuánto crees que tardará? —Su mirada se volvió hacia la playa.
—Dijeron que unas horas. No sé... No he mirado el reloj.
—Supongo que nos quedan un par de horas.
—Ya no queda nadie a quien servir. Excepto a ti, claro —Él volvió a hundirse en su bebida—. Me gusta este whisky. Lo probé una vez, pero era demasiado caro. Ahora tengo la suerte de poder disfrutarlo y... apreciarlo. La mayoría a los que se lo serví sólo sabían de su precio, no de su valor.
—¿Me dejas probarlo?
El camarero le acercó el vaso. Ella lo olió antes de degustarlo.
—Es muy suave. No quema.
—Acaricia la garganta.
Ella sonrió.
La cristalera tembló empujada por una ráfaga de viento.
—Está bueno, pero prefiero mi menta —Ella empujó el vaso de vuelta al camarero—. He tenido suerte. Nunca pensé que llegaría a vivir este momento. Imaginaba que estaría como ellas —Señaló al suelo—, drogada o borracha perdida, quizás ya muerta. Nunca pensé que lo vería. Y menos aún que tendría al lado a alguien con quien hablar.
El aire sopló con fuerza y se coló ululando en la sala. Los dos guardaron silencio y contemplaron la playa.
—¿Quieres que salgamos fuera?
Ella asintió.
El camarero se llevó la botella de whisky y la chica se envolvió en una chaqueta de piel larga y sedosa.
Afuera hacía frío. Sortearon los cuerpos que se repartían alrededor de la piscina hasta llegar a la arena.
Un silencio inusual y pesado cubría el mar. No se oía ni un pájaro, ni una voz. Sólo quedaba el omnipresente silbido del viento.
—Hace frío.
—Dijeron que sería parecido a los eclipses de sol, pero que duraría más. Por eso hace frío.
El cabello de ella flotaba al viento, confundido con el pelaje de la chaqueta.
—Mira, todos esos también se han acercado a la playa para verlo.
El camarero dirigió su mirada a la lejanía. Más allá de la nube de alambradas se distinguían puntos diminutos. Algunas decenas de personas habían conseguido alcanzar las playas.
Ella giró sobre sí misma.
—No hay sombras.
—Es por lo del sol.
Una ola rompió contra las rocas. Algunas gotas diminutas les salpicaron.
El camarero se sentó sobre la arena y se sirvió otro vaso de whisky. Ella se acomodó a su lado. Olía a algo dulce e intenso.
—Me alegra no estar sola... ¿Te importa si te doy la mano?
Él buscó su mano. La piel era suave y fría.
Ella dio un sorbo a su bebida y después se apoyó en el hombro del camarero.
—Somos afortunados.
—Los más afortunados del mundo.

Susana Vallejo

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