miércoles, 24 de enero de 2018

LAVINIA


IN MEMORIAM, URSULA K. LE GUIN
(1929 – 2018)

Sé quién fui, y puedo decirte quién podría haber sido yo, pero ahora sólo estoy en esta línea de palabras que escribo. No estoy muy segura de la naturaleza de mi existencia y me asombra encontrarme escribiendo. Hablo latín, claro, pero ¿aprendí a escribirlo? No parece muy probable. Sin duda existió alguien con mi nombre, Lavinia, pero podría habersido tan diferente de la idea que yo misma tengo sobre mí, o de la idea de mi poeta sobre mí, que pensar en ella sólo me confunde. Hasta donde yo sé, fue mi poeta el que me otorgó realidad. Antes de él, sólo era la más nebulosa de las figuras, poco más que un nombre en una genealogía. Fue él quien me dio la vida, quien me dio a mí misma, y de este modo me capacitó para recordar mi vida y recordarme a mí. Y lo hago con viveza, con emociones y sentimientos que percibo con intensidad a medida que los pongo por escrito, puede que porque lo que recuerdo sólo cobra existencia a medida que lo escribo, o lo hiciera sólo a medida que lo escribía él.
Pero él no lo escribió. Él menospreció mi vida en su poema. Me desatendió, porque sólo llegó a saber quién era cuando estaba agonizando. No se le puede culpar por ello. Era demasiado tarde para hacer modificaciones, para volver a pensarlo todo, para completar las líneas incompletas y perfeccionar una obra que él creía imperfecta. Es algo que lamentó, lo sé. Lo lamentó por mí. Puede que allí donde está ahora, allá abajo, en la otra orilla de los ríos oscuros, alguien le diga que Lavinia también lo lamentó por él.
No moriré. Estoy prácticamente segura de ello. Mi vida es demasiado fortuita como para desembocar en algo tan absoluto como la muerte. Carezco de la necesaria mortalidad real. Sin duda, me iré disolviendo hasta desaparecer y perderme en el olvido, como habría hecho ya hace mucho de no haberme invocado el poeta. Puede que me convierta en un falso sueño, adherido como un murciélago al reverso de las hojas del árbol que hay en la puerta del inframundo, o en una lechuza que revoloteará entre los oscuros robles de Albunea.
Pero no tendré que arrancarme de la vida y descender a la oscuridad como lo hizo él, pobre desgraciado, primero en su imaginación y luego como fantasma. Cada uno de nosotros tiene que soportar la otra vida a su manera, me dijo en una ocasión, o al menos esto es lo que yo entendí en sus palabras. Pero ese sombrío vagabundeo, allá en el inframundo, esperando al olvido o al renacer... Eso no es existir de verdad, no es ni la mitad de existencia que ésta que llevo ahora mientras escribo esto que estáis leyendo, y no es ni la mitad de veraz que sus palabras, las espléndidas y vívidas palabras en las que he vivido durante siglos.
Y, sin embargo, mi papel en todo ello, la vida que me dio en su poema, es tan aburrido –salvo en el momento en que se me prende el cabello–, tan monótono –salvo cuando mis mejillas de doncella enrojecen como el marfil pintado con tinte carmesí–, tan convencional, que ya no puedo seguir soportándolo. Si he de pervivir siglo tras siglo, al menos por una vez tendré que romper el silencio y hablar. Él no me dejó decir una sola palabra, así que habré de arrebatársela. Me dio una vida larga, pero pequeña. Necesito espacio, necesito aire. Mi alma tiende los brazos hacia los antiguos bosques de mi Italia, hacia las colinas bañadas por el sol, hacia los vientos del cisne y del cuervo agorero. Mi madre estaba loca, pero yo no. Mi padre era viejo, pero yo era joven. Como la espartana Helena, provoqué una guerra. Ella lo hizo dejando que la tomaran los hombres que la deseaban. Yo, no dejándome dar ni dejándome tomar, sino eligiendo a mi hombre y mi destino. El hombre era famoso, pero el destino quedó en la oscuridad. No es mal balance.
Aun así, a veces creo que debo de estar muerta hace tiempo y que escribo este relato desde alguna región del inframundo cuya existencia desconocíamos, un lugar ilusorio en el que creemos estar vivos, en el que creemos estar envejeciendo y recordar lo que nos sucedió cuando éramos jóvenes, cuando vimos el enjambre de abejas y se me prendió fuego en el cabello, cuando llegaron los troyanos. Después de todo, ¿cómo es posible que habláramos unos con otros? Recuerdo a los extranjeros llegados desde el otro lado del mundo, remontando el Tíber en dirección a un país del que no sabían nada. Su emisario llegó a la casa de mi padre, le explicó que era troyano y tuvo con él unas amables palabras en un fluido latín. ¿Cómo es posible? ¿Es que acaso conocemos todas las lenguas? Eso sólo les ocurre a los muertos, cuya tierra se encuentra más allá de todas las demás tierras. ¿Cómo podéis entenderme vosotros, si viví hace veinticinco o treinta siglos? ¿Acaso sabéis latín?
Pero entonces pienso que no, que no tiene nada que ver con estar muerta. No es la muerte lo que nos permite entendernos, sino la poesía.

Ursula K. Le Guin, Lavinia

PREMIO LOCUS NOVELA DE FANTASÍA 2009

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