lunes, 7 de junio de 2021

LA PAZ DE ARTURO

–Muy bien, señor –dijo–. Hablaré con franqueza. No me importa hacerlo ante vosotros y este buen caballero. Hemos oído rumores en el este sobre sajones maltratados por los britanos en estas tierras. Mi rey, preocupado por sus súbditos, me ha enviado con la misión de observar el verdadero estado de la situación. Eso es todo, señor, y estaba cumpliendo tranquilamente mi cometido cuando mi yegua se hirió en una pata.

–Entiendo perfectamente vuestra posición, caballero –dijo Gawain–. Horace y yo a menudo nos movemos por territorios gobernados por los sajones y experimentamos la misma necesidad de actuar con prudencia. A veces siento deseos de quitarme esta armadura y hacerme pasar por un humilde granjero. Pero si dejásemos este metal en alguna parte, ¿cómo lo encontraríamos después? Y aunque hayan pasado ya años desde que Arturo cayó, ¿no sigue siendo nuestro deber llevar su blasón con orgullo allá donde vayamos? De modo que seguimos adelante con ímpetu y cuando aquellos con quienes nos cruzamos ven que soy un caballero de Arturo, me alegra decir que nos miran con gentileza.

–No me sorprende que seáis bien recibido en esta región, Sir Gawain –le dijo Wistan–. ¿Pero sucede lo mismo en aquellas regiones en las que Arturo fue un enemigo temido?

–Horace y yo hemos comprobado que el nombre de nuestro rey es bien recibido en todas partes, señor, incluso en esas regiones que mencionáis. Porque Arturo fue tan generoso con aquellos a los que derrotó, que no tardaron en amarlo como a uno de los suyos.

Desde hacía un rato –de hecho, desde que se había mencionado el nombre de Arturo–, Axl se sentía inquieto e incómodo. Ahora, por fin, mientras escuchaba hablar a Wistan y al anciano caballero, le vino a la cabeza un recuerdo fragmentario. No era mucho, pero le permitió tener algo que asir y examinar. Se recordó de pie en el interior de una tienda enorme, del tipo que un ejército levantaría cerca del campo de batalla. Era de noche, había una gruesa vela titilando y el viento en el exterior hacía que las paredes de lona oscilasen hacia dentro y hacia fuera. Había más personas con él en la tienda. Tal vez muchas, pero no lograba recordar sus caras. Él, Axl, estaba enojado por algo, pero había comprendido la importancia de ocultar su enojo al menos de momento.

–Honorable Wistan –estaba diciendo Beatrice junto a él–, dejadme deciros que en nuestra aldea hay varias familias sajonas que se cuentan entre las más respetadas. Y habéis visto con vuestros propios ojos la aldea sajona de la que venimos. Esa gente prospera, y aunque a veces sufren a causa de los demonios como los que vos aplastasteis valientemente, nunca se ven agredidos por ningún britano.

–Esta buena mujer dice la verdad –confirmó Sir Gawain–. Nuestro querido Arturo trajo una paz duradera entre britanos y sajones, y aunque todavía oímos hablar de guerras en lugares remotos, aquí hace mucho que somos amigos y nos llevamos bien.

–Todo lo que he visto corrobora vuestras palabras –admitió Wistan–, y estoy impaciente por llevar de vuelta un informe positivo, aunque todavía me queda visitar las tierras que hay detrás de estas colinas. Sir Gawain, no sé si dispondré de otra ocasión de preguntarle esto a alguien tan sabio, de modo que permitidme que lo haga ahora. ¿Mediante qué extraña habilidad consiguió vuestro gran rey eliminar las cicatrices de la guerra en estas tierras de modo tal que quien hoy las recorre apenas puede atisbar algún residuo o sombra de ellas?

–La pregunta os hace digno de alabanza, señor. Mi respuesta es que mi tío era un gobernante que jamás creyó ser más grande que Dios, y siempre rezaba en busca de guía. De modo que aquellos a quienes conquistaba descubrían, igual que quienes combatían a su lado, su ecuanimidad y veían con buenos ojos que fuese su rey.

–Aun así, señor, ¿no resulta extraño que un hombre llame hermano a otro que ayer mismo masacró a sus hijos? Y sin embargo precisamente eso es lo que Arturo parece haber conseguido.

–Habéis dado en la diana, honorable Wistan. Habláis de niños masacrados. Sin embargo, Arturo nos adoctrinó a todos para evitar víctimas inocentes atrapadas en el fragor de la batalla. Y aún más, señor, nos ordenó rescatar y dar refugio cuando pudiésemos a todas las mujeres, niños y ancianos, fuesen britanos o sajones. Gracias a estas acciones se establecían lazos de confianza, incluso cuando las batallas estaban en su cénit.

–Lo que contáis suena a cierto, y sin embargo me sigue pareciendo sorprendente –dijo Wistan–. Honorable Axl, ¿no os parece algo remarcable cómo Arturo ha unido a este país?

Kazuo, Ishiguro, El Gigante Enterrado

PREMIO NOBEL LITERATURA 2017

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