lunes, 28 de junio de 2021

EL PARQUE DEL RETIRO

 


Al minuto estábamos dejando atrás la que llaman la Puerta de la América Española, dirigiéndonos hacia el Paseo de Coches, la gran avenida asfaltada del Retiro. A esa hora todos los accesos al parque continuaban abiertos. Debía de ser poco antes de medianoche. El calor seguía apretando con fuerza y una despreocupada turbamulta de noctámbulos atravesaba sus puertas con la intención de disfrutar los últimos gramos de frescor de sus jardines. Mientras nos alejábamos de ellos, Paula rompió su intrigante silencio con algunas parcas explicaciones. Que si los vehículos de motor habían circulado hasta hacía treinta años por el interior del recinto, que si el Retiro tenía fama de hechizado desde que el conde duque de Olivares lo mandó construir en el siglo XVII para distraer al rey Felipe IV, que si albergaba la única estatua pública dedicada a Lucifer de toda Europa... Ella caminaba a mi lado, sin prisa, enigmática, como si nunca le hubiera mencionado lo del tatuaje y ajena a la oscuridad que se iba cerniendo sobre nosotros a medida que nos adentrábamos por senderos de tierra batida.

—Este lugar es magnífico. Y hoy tenemos luna llena —observó al llegar al primer claro.

El gran bosque urbano de Madrid estaba en calma absoluta. El chuf-chuf secuencial de los aspersores iba despertando a nuestro paso un agradable aroma a tierra mojada. Inquieto, perdí la mirada en la oscura vegetación que empezaba a envolvernos conforme me preguntaba si Paula Esteve, cual Esfinge ante Edipo, no estaría poniéndome a prueba.

—¿Adónde me llevas? —dije al fin con cierta curiosidad, mientras perdía de vista las luces de los edificios cercanos al parque.

—Shhh. ¡Es un secreto!

Pau susurró aquello llevándose el dedo índice a la boca (...)

Sin añadir una palabra más, Paula, ufana, tiró de mí en paralelo a la calle Menéndez Pelayo, rumbo a su cruce con O’Donnell. Sentir su mano en mi brazo me gustó más de lo que estaba dispuesto a reconocer. El lugar al que me condujo no parecía esconder nada de interés. Caminamos hacia un rincón desprovisto de encanto. Un esquinazo casi vacío —sin lagos, palacios de cristal o pavos reales en libertad— por el que ya había deambulado el día anterior, interrumpido tan sólo por un túmulo cuya única función parecía ser la de marcar el final del recinto. De hecho, pensé que me iba a sacar otra vez a la calle, tal vez de regreso a la casa de doña Victoria. Pero no lo hizo. Se detuvo junto a una especie de pagoda de paredes ocres que surgía en mitad de un estanque y allí, cerca de unos patos que dormitaban sobre el césped, anunció al fin algo que me sonó aún más extraño que todo lo que había dicho hasta entonces:

—Aquí es —susurró, inspeccionando el lugar, con un gesto indescifrable en el rostro—. Te presento nuestro secreto, listillo.

Si un minuto antes me había quedado atónito, en ese instante debí de parecerle un completo idiota. Eché un vistazo alrededor para estar seguro de que no había pasado nada por alto. Lo que el resplandor amarillento de las farolas me permitía adivinar no era más que un cruce de caminos que conducía a un arco de piedra exento, casi hundido en medio de la nada, y a un sendero fuera del Retiro.

—Es eso, David —insistió Paula, mirando al frente, a ninguna parte.

Pero yo, tozudo, seguía sin comprender.

Me cogió entonces por los hombros y como si fuera un niño me volvió hacia el promontorio.

—¿Eso?

Llamar «montaña» a aquel mogote era una evidente exageración. Forzando la mirada a través de la penumbra distinguí dos pequeñas esfinges de caliza que flanqueaban un murete de piedra. Era lo único notable de un lugar que debió de conocer tiempos mejores. En conjunto se trataba de un paraje destartalado, sin gracia, como si llevara siglos sin que ningún jardinero se hubiera dignado a desbrozar los matojos que ahora lo ahogaban (...)

—No llega a doscientos, es cierto. Esta colina se levantó en tiempos del rey Fernando VII como parte de su programa decorativo del parque. No fue la mejor época de España. Después de que las tropas de Napoleón destrozasen el Retiro, dinamitado y perforado por todas partes, el rey quiso restaurarlo. El lugar era de su propiedad, y esta colina, su capricho favorito.

—¿Capricho? Más bien excentricidad.

—Bueno, así llamaban a las edificaciones que surgieron a raíz de aquella reconstrucción. Piensa que después de la guerra contra los franceses el país estaba en quiebra. La gente pasaba hambre. Pero Fernando VII, ya ves, prefería esconderse de tanta miseria levantando jardines. Quedan pocos de estos caprichos en pie: la Casita del Príncipe de ahí atrás —dijo señalando la pagoda—, la Casa de Vacas o la que llaman la Fuente Egipcia, un templete bastante feo, por cierto.

—Esto tampoco es que sea una belleza...

—Quizá ahora no te lo parezca, pero para el monarca la montaña fue el lugar más especial de todos. Era el corazón de lo que entonces se llamaban los Jardines Reservados.

Javier Sierra, El Fuego Invisible

PREMIO PLANETA 2017

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