lunes, 14 de junio de 2021

UN ANTECESOR DE DON QUIJOTE

 


Estaban a punto de llegar a la aldea de Puente de Órbigo cuando vieron venir corriendo hacia ellos un grupo de peregrinos asustados.

—¡Lo ha matado, Dios mío, lo ha matado! —gritaban algunos con el gesto desencajado o echándose las manos a la cabeza.

—No sigáis si no queréis salir malparados —les avisaban otros sin dejar de huir.

Elías y Rojas se miraron con gesto de sorpresa y, sin necesidad de decirse nada, siguieron adelante, con la intención de ver qué había pasado y socorrer a la víctima, si es que aún seguía con vida. Tan pronto llegaron a una floresta que había al lado del camino, lo primero que se encontraron fue a un hombre encaramado a un rocín y vestido con una extraña armadura, ya que las piezas estaban abolladas y no encajaban bien entre sí, y hasta puede que faltara alguna. Parecía de complexión delgada, seco de carnes y, por lo que dejaba ver la celada, enjuto de rostro. A pocos pasos de tan atrabiliario caballero había un peregrino tirado en el suelo que apenas podía moverse; junto a él yacía su bordón y, algo más allá, estaba su mula pastando, ajena a todo.

—Alto ahí —les gritó el de la armadura con aire retador—. Si queréis cruzar el puente en compañía de tan bella dama, tendréis que justar conmigo. Si no lo hacéis, deberéis daros la vuelta, como unos cobardes, o vadear el río, que os advierto viene muy crecido a causa de las lluvias y podríais perecer ahogados.

—¿Pensáis que se trata del asesino? —le preguntó el clérigo en voz baja al pesquisidor.

—No lo creo, pero ya veis cómo se las gasta —comentó Rojas, haciendo un gesto hacia el hombre que estaba en el suelo.

—¿A qué esperáis? —los apremió el otro.

—Muy bien —aceptó el pesquisidor, dirigiéndose al estrafalario caballero—. Justaré con vos si me prestáis una lanza y un escudo y dejáis que la dama y mi amigo pasen ya al otro lado del río, como un gesto de buena voluntad.

—Ella puede pasar, mas no así vuestro amigo. En cuanto a la lanza, podéis usar la suya —añadió el hombre, señalando el bordón que estaba junto al herido—. Por el escudo no os preocupéis, que yo me desharé del mío —añadió, arrojándolo al suelo.

—Pero ¿qué es lo que vais a hacer? —le recriminó Elías a Rojas.

—Tratar de derrotarlo —contestó el pesquisidor con naturalidad—, para que deje de provocar más daño, sea o no el asesino.

—¿Sin armadura ni lanza ni escudo? —objetó el clérigo.

—Sabré arreglármelas, no os preocupéis. A juzgar por su aspecto, no parece estar en sus cabales.

—Por eso mismo; un loco con un arma puede ser más peligroso que un criminal —le advirtió Elías.

—En todo caso, ya no hay vuelta atrás. En cuanto a vos —dijo, dirigiéndose a Marcela—, os ruego que nos esperéis en el hospital de peregrinos que hay al otro lado del río. Y no dejéis de pedirle al hospitalero que avise a los alguaciles, por lo que pudiera pasar.

—Preferiría quedarme junto a vos —se ofreció ella—. Por otra parte, no hace falta que peleéis por mí; algún sitio habrá más adelante por donde cruzar el río.

—Haced lo que os pido, es lo mejor.

—De acuerdo —concedió la mujer—. Pero tened cuidado, os lo ruego.

Cuando Marcela se fue, Elías le alargó a Rojas el bordón que había en el suelo y le preguntó:

—¿Estáis seguro de lo que pretendéis? ¿No lo estaréis haciendo para impresionar a Marcela?

—De ningún modo —rechazó Rojas—. Y ahora retiraos.

—¿Preparado? —gritó el de la armadura.

—Cuando queráis.

Después de persignarse, el caballero miró al cielo y balbuceó unas palabras incomprensibles. Luego, sin más preámbulos, se bajó la visera de la celada y se lanzó a toda prisa sobre Rojas con la intención de cogerlo por sorpresa, despojarlo de su supuesta arma y tirarlo del caballo. Rojas, al ver lo que se le venía encima, trató de apartarse un poco con el bordón en ristre, mas no lo consiguió y el otro lo derribó. El pesquisidor cayó de espaldas sobre el duro suelo, lo que le produjo un gran dolor. Pero lo peor no fue el golpe, sino la vergüenza que sintió por verse mancillado de esa forma delante de la gente por alguien que parecía un orate. Y menos mal que Marcela ya había cruzado el puente.

—Y ahora os toca a vos —proclamó el caballero, muy ufano, dirigiéndose a Elías, que se había acercado a Rojas, para ver cómo se encontraba—, pues no os creáis que por ir vestido de clérigo os vais a librar de mi reto. De sobra sé que hay caballeros que, debido a su cobardía, fingen ser otra cosa para eludir el combate.

—Os aseguro que yo no soy de esa ralea. Por eso os digo que, si me tocáis un solo pelo de la ropa, os juro por mi honor que acabaréis en manos del Santo Oficio —le advirtió Elías, con tono airado.

—Yo soy cristiano viejo. Así que no me dan miedo vuestras amenazas ni menos aún los tormentos de la Inquisición. Justad conmigo o arrojad el guante al suelo y volved por donde habéis venido, noramala —replicó el caballero con firmeza.

Elías se detuvo sin saber qué hacer, ya que, por su condición de clérigo, no podía aceptar el reto, pero tampoco estaba dispuesto a quedar como un cobarde y abandonar a Rojas a su suerte, dado que eso no era algo propio de un buen cristiano, ni menos aún dejar a ese malnacido sin castigo. Por suerte, en ese momento llegaron varios alguaciles, acompañados del alcalde mayor.

—Perdonen vuestras mercedes por el percance que han sufrido —les dijo este muy solemne, mientras los alguaciles se dirigían a detener al hombre de la armadura—. Pero se trata de un vecino del pueblo que perdió el juicio de tanto oír hablar del célebre Paso Honroso del caballero leonés Suero de Quiñones y, desde entonces, cuando se acerca el verano se escapa del convento en el que unos frailes lo tienen recogido, regresa a casa de sus padres con el fin de recuperar su caballo y su armadura, cada vez más maltrechos, y se planta junto al puente para tratar de emular la famosa gesta.

—Pero ¿de qué habláis? ¿A qué Paso Honroso os referís? —quiso saber el pesquisidor, tras ponerse en pie con gran esfuerzo y comprobar que, de puro milagro, no tenía nada roto.

—Se trata de un reto realizado en nombre de Santiago por el tal Suero de Quiñones hace cosa de un siglo —explicó el alguacil mayor—. El desafío consistía en romper una lanza a los caballeros que, acompañados de sus respectivas damas, pretendieran cruzar el puente camino de Compostela. Al parecer, lo hizo con el fin de poder liberarse de una argolla de hierro que se había comprometido a portar al cuello todos los jueves como muestra de devoción hacia su amada, por la que estaba dispuesto a arriesgar su vida y también la de los nueve compañeros que lo secundaban. Y, como era necesario pasar por este puente para hacer el Camino Francés y, además, era año santo jacobeo, fueron muchos los que se vieron obligados a hacerles frente en tales justas. Así que, al cabo de las treinta jornadas que duró aquello, concretamente desde el 10 de julio hasta quince días después de la fiesta del apóstol, Suero de Quiñones y los suyos llegaron a romper hasta trescientas lanzas y fueron tantos los muertos que la Iglesia tuvo que prohibir enterrar en sagrado a los que perecieran en tan cruel y desigual combate. Entre los derrotados, había españoles, franceses, italianos, alemanes y portugueses. A los causantes de todo, sin embargo, no les pasó nada, pues contaban con el permiso del rey para llevar a cabo semejante reto. Para que veáis cómo ha cambiado el mundo: hoy se tiene por locura lo que hace un siglo era considerado una hazaña caballeresca.

—Tenéis razón —concedió el clérigo—. Precisamente, hace poco me contaron el caso de un estudiante que había perdido la cabeza de tanto escuchar romances y le dio por dejar su casa para ir a luchar contra los moros de Andalucía, sin ser consciente de que el reino de Granada ya había sido conquistado.

—Pues otro que tal baila. El imitador, por cierto, es descendiente, por la rama bastarda, de Gutierre de Quijada, que fue quien, años después del Paso Honroso, mató a Suero de Quiñones de manera harto alevosa, con la ayuda de varios de sus hombres, por no sé qué rivalidades y celos que había entre ellos —les informó el alcalde mayor.

Aclarado el asunto, los alguaciles se llevaron al pobre loco, que aún porfiaba por seguir justando con todos. Por su parte, varios peregrinos atendieron al herido del anterior combate, que en ese momento comenzó a recobrar la conciencia y a preguntar dónde estaba, qué había ocurrido y quién era toda esa gente que lo rodeaba.

—¿Podéis andar? —le dijo el clérigo a Rojas.

—Creo que sí, tan solo estoy un poco dolorido. Afortunadamente, no me ha quebrado nada, salvo el honor —añadió este con tono burlón.

—Eso en el suponer de que lo tuvierais —bromeó el clérigo—. Por cierto, debéis aprender a utilizar mejor el bordón; si no lo hacéis, no duraréis mucho tiempo en el Camino si tenemos que ir a pie.

—Espero que eso nunca suceda —suspiró el pesquisidor—. En cuanto al cayado, ojalá no tenga que volver a usarlo, aunque sí que me vendría bien uno ahora para poder caminar.

—Según sabemos por algunos milagros, hasta el propio apóstol suele hacer buen uso del suyo cuando se le aparece a algún peregrino con la intención de protegerlo de los malhechores, de los lobos o del propio Diablo, pues lo maneja casi tan bien como su espada de matar moros. Pero, como habéis visto ahora, no siempre se puede contar con su ayuda, ya que está muy solicitado —le explicó el clérigo con algo de sorna.

Luis García Jambrina, El manuscrito de barro

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