jueves, 8 de abril de 2021

¿POR QUÉ ODIO LA POESÍA?


—¿Cuál fue la palabra que gozó del honor infame de inaugurar vuestro diccionario? —preguntó al fiscal.

—Poesía —contestó Rafael con voz ronca—. Dícese de la lujuria del alma por lo bello o melancólico. O febril potro de versos. A veces me pregunto si aniquilando toda pasión capaz de engendrar un poema, acabaríamos también con el sufrimiento.

—Quizá el hombre sufriría entonces por no sufrir. Yo a veces prefiero ser cautivo del dolor que de la nada. Pero ahora soy yo quien quiere saber. Contadme por qué aborrecéis tanto la poesía. Por qué cada noche la quemáis en la hoguera de la chimenea como a hereje.

—¿Corresponderéis después a mi historia con la vuestra? —le preguntó Rafael.

—Si para entonces el vino no ha dormido mi memoria y mi lengua —respondió Íñigo.

—Tengo la esperanza de que así sea. Comenzaré pues por la mía.

Rafael dio un sorbo al vino, arrellanándose en el butacón y en sus orígenes.

—Mi padre fue un hidalgo que dedicó toda su vida al ejército, como lo había hecho antes mi abuelo. Apenas pasaba tiempo en casa, su hogar era el campo de batalla. Mi madre se acostumbró pronto a sus prolongadas ausencias, entregándose a un vicio más voraz que los dados o los naipes, la poesía. Era una mujer obsesionada con los versos y las rimas, una depredadora de la belleza. Pasé mi infancia asistiendo a justas poéticas y juegos florales, soportando delirios y éxtasis de los llamados poetas, de librería en librería comprando cuanto libro de poemas encontrábamos, porque ella engullía desde Homero hasta los nuevos amantes de la pluma, desde los sonetos más excelsos hasta la estrofa más indigna, todo le servía a su apetito insaciable. Pero como no teníamos muchos posibles y los libros son caros —en verdad que hubo ocasiones que creí que acabaríamos alimentándonos de metáforas y ripios despreciables—, mi madre resolvió adquirirlos en las subastas de los bienes de difuntos, así que siempre estábamos pendientes de si había muertos en la ciudad. Crecí con alma de buitre, entre lágrimas de viudas y lamentos de huérfanos de los que ella se servía para acometer la rapiña literaria. Llegó a tal extremo su obsesión que en cuanto aprendí a escribir, a muy temprana edad, me sometió a la tortura de dictarme los poemas una y mil veces. De cada libro que adquiríamos había lo menos tres copias por si se extraviaba, rompía, mojaba o daba cuenta de él la carcoma o las ratas. Sólo así descansaba su avaricia. La casa estaba infectada de manuscritos con mi letra infantil, que a los doce años ya gozaba de la calidad de cualquier copista de abadía. Aprendí a soportar el dolor que me resquebrajaba los dedos al cabo de las horas de fervorosa escritura.

»Cuando salíamos a la calle a hacer cualquier recado, nos llevábamos todos los libros y papeles que éramos capaces de cargar en unas bolsas, incluso nos los metíamos entre las ropas como si fuéramos bibliotecas vivientes. Mi madre temía que durante nuestra ausencia un incendio o cualquier otra desgracia destruyera la casa, y con ella su preciado tesoro. La deformidad con la que me había alumbrado (este pecho hundido que deja cóncavo mi vientre y echa mis hombros hacia delante, cargando mi espalda con la vergüenza de una chepa) ella osaba llamarlo “la cueva de mis versos”. Ajena a mi sufrimiento por soportar aquel defecto físico, lo rellenaba de manuscritos regocijándose del espacio que le proporcionaba para poner a salvo su locura. Y yo lo permitía, incluso hundía más mi vientre para que ella lo hinchara de sonetos y liras, de romances y silvas, de la agonía de mis dedos encallecidos por el uso de la pluma.

»Pero la hacienda familiar comenzó a mermar y mi padre le prohibió adquirir más de un libro por año. Mi madre, en vez de desalentarse, resolvió convertirse en la amante de un noble que poseía una de las mejores bibliotecas de Toledo. A cambio de los gozos carnales que ella le otorgaba sacrificando su honra en aras del orgasmo poético, él nos prestaba libros que yo debía copiar no una sino, como era costumbre, infinidad de veces. La luz del día no me bastaba para terminar tan engorroso trabajo, necesitaba para ello de las noches con su silencio y su tiempo inmortal. Así comencé a dormir poco, así el insomnio fue apoderándose de mí.

»Y así pasé mi más tierna juventud, hasta que un día a mi madre se le vino encima una de las librerías donde atesoraba sus amados libros y manuscritos. El mueble no aguantó la sobrecarga de poesía, y ella murió aplastada por el peso de su pasión.

»Yo tenía quince años. Mi padre, consciente de que jamás llegaría a ser un soldado, se resignó a entregar a las letras a su único hijo. Me envió a la Universidad de Alcalá de Henares y a mi regreso a Toledo me convertí en oficial de la Santa Inquisición, pues había adquirido una rapidez y destreza tal en la caligrafía que me fue sencillo hacerme con el puesto. La lástima es que quemamos herejes y no poetas. Os aseguro que muchas veces prefiero escribir los horrores que salen de la boca de prisioneros o delatores, antes que copiar soporíferos endecasílabos. Y ésta es la historia de mi aversión y de mi insomnio.

Cristina López Barrio, El Cielo en un Infierno Cabe

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