domingo, 11 de abril de 2021

EL CORREO DEL ZAR

 

—¿Y el correo? —le preguntó con impaciencia el Zar al general Kissoff.

—Está ahí, señor —respondió el general Kissoff

—¿Has encontrado ya al hombre que necesitamos?

—Respondo de él ante Vuestra Majestad.

—¿Estaba de servicio en Palacio?

—Sí, señor.

—¿Lo conoces?

—Personalmente. Varias veces ha desempeñado con éxito misiones difíciles.

—¿En el extranjero?

—En la misma Siberia.

—¿De dónde es?

—De Omsk. Es siberiano.

—¿Tiene sangre fría, inteligencia, coraje…?

—Sí, señor. Tiene todo lo necesario para triunfar allí donde otros fracasarían.

—¿Su edad?

—Treinta años.

—¿Es fuerte?

—Puede soportar hasta los extremos límites del frío, hambre, sed y fatiga.

—¿Tiene un cuerpo de hierro?

—Sí, señor.

—¿Y su corazón?

—De oro, señor.

—¿Cómo se llama?

—Miguel Strogoff.

—¿Está dispuesto a partir?

—Espera en la sala de guardia las órdenes de Vuestra Majestad.

—Que pase —dijo el Zar.

Instantes después, el correo Miguel Strogoff entraba en el gabinete imperial.

Miguel Strogoff era alto de talla, vigoroso, de anchas espaldas y pecho robusto. Su poderosa cabeza presentaba los hermosos caracteres de la raza caucásica y sus miembros, bien proporcionados, eran como palancas dispuestas mecánicamente para efectuar a la perfección cualquier esfuerzo. Este hermoso y robusto joven, cuando estaba asentado en un sitio, no era fácil de desplazar contra su voluntad, ya que cuando afirmaba sus pies sobre el suelo, daba la impresión de que echaba raíces. Sobre su cabeza, de frente ancha, se encrespaba una cabellera abundante, cuyos rizos escapaban por debajo de su casco moscovita. Su rostro, ordinariamente pálido, se modificaba únicamente cuando se aceleraba el batir de su corazón bajo la influencia de una mayor rapidez en la circulación arterial. Sus ojos, de un azul oscuro, de mirada recta, franca, inalterable, brillaban bajo el arco de sus cejas, donde unos músculos superciliares levemente contraídos denotaban un elevado valor —el valor sin cólera de los héroes, según expresión de los psicólogos— y su poderosa nariz, de anchas ventanas, dominaba una boca simétrica con sus labios salientes propios de los hombres generosos y buenos.

Miguel Strogoff tenía el temperamento del hombre decidido, de rápidas soluciones, que no se muerde las uñas ante la incertidumbre ni se rasca la cabeza ante la duda y que jamás se muestra indeciso.

Sobrio de gestos y de palabras, sabía permanecer inmóvil como un poste ante un superior; pero cuando caminaba, sus pasos denotaban gran seguridad y una notable firmeza en sus movimientos, exponentes de su férrea voluntad y de la confianza que tenía en sí mismo. Era uno de esos hombres que agarran siempre las ocasiones por los pelos; figura un poco forzada pero que lo retrataba de un solo trazo.

Vestía uniforme militar parecido al de los oficiales de la caballería de cazadores en campaña: botas, espuelas, pantalón semiceñido, pelliza bordada en pieles y adornada con cordones amarillos sobre fondo oscuro. Sobre su pecho brillaban una cruz y varias medallas. Pertenecía al cuerpo especial de correos del Zar y entre esta elite de hombres tenía el grado de oficial. Lo que se notaba particularmente en sus ademanes, en su fisonomía, en toda su persona (y que el Zar comprendió al instante), era que se trataba de un «ejecutor de órdenes». Poseía, pues, una de las cualidades más reconocidas en Rusia —según la observación del célebre novelista Turgueniev—, y que conducía a las más elevadas posiciones del Imperio moscovita.

En verdad, si un hombre podía llevar a feliz término este viaje de Moscú a Irkutsk a través de un territorio invadido, superar todos los obstáculos y afrontar todos los peligros de cualquier tipo, era, sin duda alguna, Miguel Strogoff, en el cual concurrían circunstancias muy favorables para llevar a cabo con éxito el proyecto, ya que conocía admirablemente el país que iba a atravesar y comprendía sus diversos idiomas, no sólo por haberlo recorrido, sino porque él mismo era siberiano (...)

El Zar, sin dirigirle la palabra, lo miró durante algunos instantes con su penetrante mirada, mientras Miguel Strogoff permanecía absolutamente inmóvil. Después, el Zar, satisfecho sin duda de este examen, se acercó de nuevo a su mesa y, haciendo una seña al jefe superior de policía para que se sentara ante ella, le dictó en voz baja una carta que sólo contenía algunas líneas.

Redactada la carta, el Zar la releyó con extrema atención y la firmó, anteponiendo a su nombre las palabras bytpo semou, que significan «así sea», fórmula sacramental de los emperadores rusos.

La carta, introducida en un sobre, fue cerrada y sellada con las armas imperiales y el Zar, levantándose, hizo ademán a Miguel Strogoff para que se acercara.

Miguel Strogoff avanzó algunos pasos y quedó nuevamente inmóvil, presto a responder.

El Zar volvió a mirarle cara a cara y le preguntó escuetamente:

—¿Tu nombre?

—Miguel Strogoff, señor.

—¿Tu grado?

—Capitán del cuerpo de correos del Zar.

—¿Conoces Siberia?

—Soy siberiano.

—¿Dónde has nacido?

—En Omsk.

—¿Tienes parientes en Omsk?

—Sí, señor.

—¿Qué parientes?

—Mi anciana madre.

El Zar interrumpió un instante su serie de preguntas. Después, mostrando la carta que tenía en la mano, dijo:

—Miguel Strogoff; he aquí una carta que te confío para que la entregues personalmente al Gran Duque y a nadie más que a él.

—La entregaré, señor.

—El Gran Duque está en Irkutsk.

—Iré a Irkutsk.

—Pero tendrás que atravesar un país plagado de rebeldes e invadido por los tártaros, quienes tendrán mucho interés en interceptar esta carta.

—Lo atravesaré.

—Desconfiarás, sobre todo, de un traidor llamado Ivan Ogareff, a quien es probable que encuentres en tu camino.

—Desconfiaré.

—¿Pasarás por Omsk?

—Está en la ruta, señor.

—Si ves a tu madre, corres el riesgo de ser reconocido. Es necesario que no la veas.

Miguel Strogoff tuvo unos instantes de vacilación, pero dijo:

—No la veré.

—Júrame que por nada confesaras quien eres ni adónde vas.

—Lo juro.

—Miguel Strogoff —agregó el Zar, entregando el pliego al joven correo —, toma esta carta, de la cual depende la salvación de toda Siberia y puede que también la vida del Gran Duque, mi hermano.

—Esta carta será entregada a Su Alteza, el Gran Duque.

—¿Así que pasarás, a todo trance?

—Pasaré o moriré.

—Es preciso que vivas.

—Viviré y pasaré —respondió Miguel Strogoff.

El Zar parecía estar satisfecho con la sencilla y reposada seguridad con que le había contestado Miguel Strogoff.

—Vete, pues, Miguel Strogoff —dijo—. Vete, por Dios, por Rusia, por mi hermano y por mí.

Miguel Strogoff, saludando militarmente, salió del gabinete imperial y, algunos instantes después, abandonaba el Palacio Nuevo.

Julio Verne, Miguel Strogoff

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